martes, 5 de julio de 2016

El juguete sagrado o el ídolo a medio profanar

“La pregunta ¿dónde está la cosa? es inseparable de la pregunta 
¿dónde está el hombre? Como el fetiche, como el juguete, las cosas no 
están propiamente en ningún sitio, porque su lugar se sitúa más acá
 de los objetos y más allá del hombre en una zona que no es ya ni objetiva
 ni subjetiva, ni personal ni impersonal, ni material ni inmaterial, sino 
donde nos encontramos de improviso delante de esa x en 
apariencia tan simple: el hombre, la cosa.”

Giorgio Agamben –Estancias

Desde el siglo III se comienza a erigir y a difundirse una colección de imágenes cristianas, identificadas con personajes y motivos vigentes en el arte romano. Las modificaciones operadas en la imagen de Cristo, nos indican que existen múltiples fuentes de esa imagen y su significación cambió de acuerdo con la historia del catolicismo.
La catedral de Chartres ofrece un buen ejemplo de reminiscencia pagana o, si se lo prefiere, de cierto sincretismo iconográfico. Su arquitectura muestra diversas expresiones difíciles de inscribir dentro la tradición del cristianismo primitivo: signos zodiacales, un escarabajo con rostro humano, escenas de obras domésticas. Pero hablar del elemento pagano en el culto cristiano, después de su paso por Roma, puede resultar una verdadera redundancia.  Sin embargo, no deja de ser curiosa la presencia de cierto detalle en uno de sus vitrales: un orificio en el ventanal deja pasar, un mediodía durante el solsticio de invierno, un rayo de sol que, reflejándose en el botón de bronce colocado en un lugar calculado del piso, devuelve la luz sobre el vitral proyectándola sobre la imagen de san Apollinaire, un recuerdo cristiano del dios Apolo, según algunos criterios.
¿Qué le dio al catolicismo medieval ese carácter tan destacadamente figurado? El cristianismo romano hubiera carecido de la carga de alegoría con la que hoy lo conocemos si no hubiera sido atravesado por el enfoque medieval: una visión del mundo siempre en fuga, pero capturada, queriendo ser halagada por estampas de mundos alternativos. El catolicismo, por su herencia romana, se constituyó, a pesar de lo que suele pensarse, en una religión práctica, es decir, en una que aspiraba a ordenar este mundo. 
El cristianismo originario se vio en problemas para hacerle comprender al feligrés pagano, pensamientos como el de un Dios único y trino, el significado de las cosas sin el signo aprensible. Pasó algún tiempo hasta que se realizó la conocida fusión del culto domestico gentil, que operaba trayendo al dios a la tierra, y un cristianismo dispuesto a mutar para  brotar en el mundo. Podría decirse que fue una fusión que nunca dejó de realizarse. Para el romano, Cristo se volvía asible tallado en la cruz, con una apariencia greco-latina y rodeado de un cortejo de pequeños dioses, del mismo modo en que se volvía aceptable para otros pueblos asociándolo a alguna deidad femenina .
La imagen necesita códigos que sirvan para legitimar su originalidad, la originalidad del ídolo como dios, una especie de mecanismo para el olvido y el nuevo retorno. La alegoría, como dice Benjamin, significa el no ser de lo que ella representa. El tallado de una imagen responde al endurecimiento de una pasión que encontró una forma de enunciarse en la efigie. La consagración de un objeto puede ser pensada como ese enamoramiento en el que caían los pintores melancólicos del Renacimiento con respecto a sus obras: la obra que pasa a ser objeto de amor a través de esa contemplación sería el ídolo consagrado, apartado de los objetos profanos, para el idólatra. Pero ¿cómo ocurre el hecho de que un objeto se presente como si tuviera una vida propia?
El problema del idólatra no dejará de ser el de quien, mientras esté frente a la imagen y la conciba como tal, no logrará alcanzar al dios. Logrará remediarlo cuando quebrante el estatuto del objeto, se libere de la represión “que se ejerce sobre los objetos fijando las normas de su uso”   y vea en ella la presencia de la divinidad. El símbolo como signo del dios que no se hace visiblemente presente ha sido, en culturas con dificultades para concebir lo invisible, el medio de ese imperioso afán de traer a los dioses hacía sí.  Cuando un pueblo no puede ir él mismo hacia sus dioses, cuando está demasiado anclado en la tierra, no tarda en reconocer a los dioses en diferentes objetos de la vida terrestre, el parecido del dios con un animal o con una tormenta. “Quién dijo ¡Dios es espíritu! Dio sobre la tierra el mayor de los pasos, el mayor de los saltos hacía la incredulidad”, como dice Nietzsche. 
El problema es que la alegoría se vacía, como dice Benjamin: entonces, el idólatra se vuelve hacia el ídolo, comienza a ignorar aquello que éste le señalaba, deja de entenderlo, lo olvida; no obstante, la imagen no deja de causarle impresión. Le ha dado, tal vez, un nuevo significado, la ha dotado de otro alma, se han presentado nuevas fantasías; tal vez la imagen, ella sola, ha cambiado de alma. Si algo persiste es la insistencia del devoto sobre la efigie de Cristo inerte,  pero se pregunta dónde está ¿En qué parte de la reliquia reside? No puede pensar la figura sin sentir perplejidad sobre aquello que ésta quiere señalar. Pero la imagen, vacía ya de su significado original, no deja recibir pleitesía. Al parecer, lo único que impide que esta religión, ejercida de este modo, termine profanada es la insistencia del idólatra por asir el meollo de la imagen. Acumula entonces rezos, plegarias, sacrificios, ofrendas, tal vez hasta acumule reproducciones interminables de la misma imagen, pero aquello que desea tomar sigue ausente. Tal vez lo que la mantiene en la esfera sagrada es que cada vez que se vacía de significado, el idólatra le encuentra otro,  probablemente porque la imagen sigue evocándole el mismo estado de ánimo, una especie de paramnesia. Pero es difícil imaginar a los bárbaros que menciona Gibbon tratando de capturar el corazón de una estatua
No hubo necesidad de esperar al Renacimiento para que el cristianismo recibiera sus primeras profanaciones a gran escala: la primera de todas, fue relativamente temprana, fue la de convertirlo en religión de estado, en Iglesia en el sentido estatal del término ¿Por qué la rebelión de los objetos comienza a incomodar tanto al hombre moderno? En otros tiempos los objetos también cobraban vida propia: esos casos eran tomados como hierofanías y la posible rebelión era conjurada.  La herencia más perdurable de Roma tal vez no haya sido su Derecho, ni la religión, ni siquiera su panorámica teleológica, sino el hálito que venía en cada uno de esos legados, el hálito del demonio meridiano. No es una sorpresa advertir en una cultura psicoanalizada y católica que la confesión se vuelva recurrente y generalizada; tampoco es una sorpresa encontrar al objeto ausente - la presencia de la ausencia-  en el mismo corazón de esa cultura. Ambas han posado su examen en el reflejo inapropiable del objeto por el que bregan: el rezo sería otra forma de coleccionar. 


[1] Foucault, Michel. “Los espacios otros”, revista Astrágalo, nº 7, septiembre de 1997

[1]El espejo es una utopía, porque es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la superficie, estoy allá, allá donde no estoy, especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me permite mirarme allá donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y tiene, sobre el lugar que ocupo, una especie de efecto de retorno; a partir del espejo me descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que me veo allá.”  Foucault, Michel. Op. cit.

[1]En Chartres se comienza a venerar la primera Virgen Negra se cuenta que antes de la conquista de Roma existía allí un bosque sagrado en el cual los celtas veneraban un ídolo femenino de la fertilidad tallado en madera negra. El Abad Clarevall, que dio la regla a la orden de los Templarios, no introdujo el culto a la virgen como "Madre de Cristo", la iglesia no reconocía ningún tipo de culto a ninguna feminidad. Está divulgada la versión de que lo que instauró fue el culto a la Madre, a la Tierra, de algunas culturas pre-cristianas.

[1]el ingreso de un objeto en la esfera del fetiche es cada vez màs el signo de una transgresión de la regla que asigna a cada cosa un uso apropiado” Agamben, Giorgio. “Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental”, Pre-textos,  Valencia, 2001. P 108

[1] El objeto se desentiende de su autor. La búsqueda infructuosa del dios en la imagen es la imposibilidad de verlos simultáneamente como objeto de factura humana y como residencia del espíritu del dios; el hecho de que el dios no se vuelva más asible por haberlo encarnado en un ídolo, la desesperación por hacerlo tangible, quedará resuelto cuando, estando frente a la imagen, se haya olvidado del origen del objeto y vea aquello que el signo señala y no lo que el signo es en lo inmediato, es decir, que vea al dios.

[1]Vale más adorar bajo esta forma que bajo ninguna” Nietzsche, Friedrich. “Asì hablò Zarathustra” Sarpe, Madrid. 1983

[1]Agamben, Giorgio, “Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia”, Adriana Hidalgo, Buenos Aires,   2004

[1]Tema recurrente en la literatura fantástica del siglo XIX. Un ejemplo son los relatos de Maupassant, “El Horlá” y “¡Quién sabe!”.

La heterotopía y las Islas de la Bendición

“El paraíso es el ultimo de los velos, pues los elegidos
para el paraíso, en él permanecerán, y los que allí queden
 no habitaran con Dios. Él es el que es: el velado”
Abud Yazid Bistami


 “Grifos y monstruos vigilan siempre los caminos de la salvación” ; estas palabras suenan como un pretexto perfecto para contemplar la salvación desde lejos. La idea de una Arcadia parece haber sido recurrente en casi todas las culturas: “En la Edad Media predominaba la idea de que el paraíso no estaría lejos del orbe, es decir, Jerusalem”.  Una vez más, se percibe la tendencia a ubicar algo de la esfera celeste en un plano terreno. La noción de paraíso, de algún modo, se fue haciendo terrena al punto de ser una imagen de uso perfectamente profano. 
El paraíso, tal como nos lo transmitió la Edad Media, es una utopía, más bien el paroxismo de la utopía. Figuras de la bienaventuranza en otros tiempos aluden a la forma de lugares apartados, como las Islas de la Bendición,  que recuerdan más a una heterotopía: un lugar dónde terminarían los que no deben estar entre nosotros, un lugar para los desviados, es decir, para los justos y los bienaventurados. El mundo subterráneo era igual: lugares inaccesibles, por lo excluyentes. En la Edad Media se conjuga esa insistencia en situarlo en un término geográfico al que no se puede acceder, por ejemplo, porque está guardado por ángeles armados, por serpientes o dragones, con una tendencia del espíritu, la vaguedad del espíritu que se asienta en un retroceso respecto a la vida, el miedo a la vida diaria, un hastío por vivir consolidado por la guerra y la amenaza constante, también por la ausencia de aspiraciones y de voluntad por mejorar el mundo dado y la desesperanza, bien fundada, en el porvenir: lo que aleja del terror es concebir ese paraíso en algún lugar; no necesariamente el poder transportarse a él, nada más pensarlo, añorarlo, tal vez, saberlo perdido, si es que se lo ubica en el tiempo, o inalcanzable.
La melancolía medieval se pronuncia en la esperanza de un próximo fin del mundo . Hay también un conjunto de idealizaciones que tienen la intención de alejar la mente del pánico y la consternación, es el caso de la cantidad de reinos de Jauja que se conjeturaron, no sólo a fines de la Edad Media, sino ya en plena edad de la Iluminación al ver que la Razón no hacía arribar a la humanidad a una renovación. La nostalgia de una vida más bella y el carácter utópico de la Edad Media se revelaban en las constantes evasiones hacía tiempos o lugares mejores; algo que vuelve a verse en plena edad de la razón, cuando Occidente empieza a buscar su paraíso perdido, una remota Edad de Oro, en las culturas de Oriente.
“La transmutación de la nueva Jerusalem, no es una vuelta a un pasado idílico, sino una proyección en un porvenir sin precedente”  La insistencia en la forma cuadrada de la ciudad representa a la Tierra, en lugar de la forma redonda que distinguía al paraíso terrenal: ya no es el cielo sobre la Tierra, sino la Tierra llevada al cielo: otro rasgo, tal vez el más completo, de la ilusión medieval. Esta nueva interpretación del Paraíso representa de mejor modo la directriz occidental hacía el futuro, esa consecuente arquitectura de los espejismos que parece haber acompañado al demonio del Mediodía en su larga procesión: ya no se trata de la huida acidiosa del religioso, el anhelo por tiempos en los que “se hablaba directamente con Dios”, sino de una teleología, una reflexión cuyo objeto final, su entelequia, es la instauración del mundo en el Cielo. 
Acerca de la “Edad de Oro” desperdiciada, Ovidio dice en las Metamorphosis : “Se encuentra una visión pesimista del mundo en una época cuyo periodo juvenil exento de pecado ya ha pasado y tiene que ceder el paso a una ‘edad de hierro’ que se caracteriza por una despiadada lucha por la existencia”. Es esa antigua proximidad con Dios, de la que suele hablar el mito, la antigua existencia de héroes, y un anhelo presente del retorno al paraíso, que Virgilio supo anunciar en su enigmática Égloga IV.
 Las Islas Blancas, la tierra de Mag Mon de los celtas o, más patentemente, el país de Jauja, “una de las frecuentes idealizaciones de los ‘buenos viejos tiempos’ frente a la desilusionada realidad” , no son figuras que se hayan extinguido con el declive de la Edad Media. Lo muestra de ese modo la cantidad de ejemplos que se pueden extraer del relato de los navegantes y los exploradores, del mismo modo que los delirios sobre el hallazgo de América. 
La profanación de la visión sagrada de la isla como morada de los dioses o lugar inaccesible para los inicuos, se operó mediante un giro progresivo de la isla a la condición de refugio. La elección de la isla en medio de la ignorancia y la agitación del mundo profano, así se lleva a cabo el pasaje a la secularidad de la isla. 
Podemos decir, del mismo modo que Agamben  y Lévi-Strauss, que el ritual integra el pasado remoto al presente, sincronizándolos. Sin embargo, si dijéramos que, a partir de algún momento, la tarea de Occidente no fue la de sincronizar el presente no con un pasado mítico, sino con un futuro improbable y evasivo, no haríamos más que referirnos, una vez más, al determinismo occidental: ese que lo que hace es transmitirse sin una sustancia que lo constituya; dado su no-lugar, se dirige siempre a otro lugar.
Hay una imagen del paraíso en el pasado, desdibujada, vuelta a formular bajo ánimos y situaciones diferentes. Hay también toda una gama de representaciones que han tratado de otorgarle familiaridad al más allá. “El espacio en el que vivimos”, dice Foucault, “que nos atrae hacia fuera de nosotros mismos, en el que se desarrolla precisamente la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos carcome y nos agrieta es en sí mismo también un espacio heterogéneo” . En respuesta a este espacio, en el que las cosas caducan, conocemos otros “lugares sin emplazamiento real”, como las utopías,  y lugares, que “son absolutamente otros que todos los emplazamientos que reflejan y de los que hablan”, las heterotopías. La experiencia intermedia estaría en el espejo.  
El idólatra adora el reflejo de la imagen del ídolo en su propio alma que actúa como espejo, lo que significa que, al igual que un espejo refleja la imagen sin poseerla, el idólatra no puede tomar la imagen que se refleja en su interior. Una topografía de los lugares más recurrentes en la historia de las civilizaciones de Occidente puede distinguir, primero que ninguno, el lugar ausente; el lugar que no tiene lugar, en el que, sin embargo se puede vivir; ciertamente, al precio de no estar ahí.

[1] Eliade, Mircea. “Tratado de historia de las religiones”.

[1] Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. Diccionario de los símbolos”, Herder, Barcelona 1993.  p 352
[1] La melancolía no sería tanto reacción regresiva ante la pérdida del objeto de amor, sino la capacidad fantasmatica de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.” Agamben, Giorgio, Op. Cit, p 53

[1] Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. Op. Cit,  p 607

[1] Ovidio citado en Biedermann, Hans. “Diccionario de símbolos”, Paidós. Buenos Aires 1993.
[1] Biedermann, Hans. Op. Cit. p 250

[1] La narración de la exploración de Hernando Pizarro de marzo de 1533 por la región de Xauxa recuerda al siguiente pasaje: “Si se hablara hoy de la invención de América o del Nuevo Mundo, se designaría más bien el descubrimiento o la producción de nuevos modos de existencia, de nuevas formas de aprehender, de proyectar o de habitar el mundo pero no la creación o el descubrimiento de la existencia misma del territorio llamado América.” Derridà, Jacques. “Psyché: invenciones del otro”, AA. VV, Diseminario. La desconstrucción, otro descubrimiento de América, XYZ Editores, Montevideo, 1887.

[1] Agamben, Giorgio, “Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia”. Adriana Hidalgo, Buenos Aires,   2004