sábado, 19 de marzo de 2016

El símbolo, la alegoría y la caída al vacío

¡Con qué fidelidad ha atrapado su imagen, como un humilde esclavo que devotamente manifiesta su devoción, un esclavo para el que ella tiene un gran valor, aunque él no tenga ningún valor para ella! ¡Puede agarrarla, pero no abrazarla!

Sören Kierkegaard –Diario de un seductor. 



Ese extenso y nebuloso periodo que corre entre el declive del gran imperio de Mediodía y el surgimiento del Humanismo, podría representarse como una fastuosa catedral gótica, emblema durante esa época del paraíso en la tierra, pero sin su portal de entrada; lo mismo que dice Agamben cuando se refiere a que no es la salvación lo que falta en la Edad Media, sino el camino que conduce a ella. La figura del acidioso encuentra en la del idólatra medieval a su compañero de fuga o, lo que sería casi lo mismo, el complemento para encontrar en la adoración de imágenes el portal de la inmensa catedral vedada.
Tanto la actitud del monje acidioso como la reverencia por los dioses representados en figuras esculpidas, nos habla de eso que Agamben llama “la perversión de una voluntad que quiere el objeto, pero no la vía que conduce a él y desea y yerra a la vez el camino hacia el propio deseo”1; o de esa propensión, en la que insiste Huizinga, a construir mundos ideales como forma de huir hacia los confines. Si el ídolo es una puerta hacía ese otro mundo deseado, podría decirse que el idólatra tiene cierta ventaja sobre el fraile acidioso, que tal vez en la Edad Media confluyen en la misma persona. Pero, entonces, si esa ventaja existe verdaderamente, es necesario que el ídolo sea algo más allá de lo que es en lo inmediato, como dice Kierkegaard,2 que haga referencia a algo que él mismo no es.

Por esa razón, la idea de que lo que proliferó en la práctica católica medieval fue la idolatría, sería objetada por la extendida tradición que dice que el simbolismo fue el principal órgano del pensamiento medieval. Sin embargo, otras culturas que han venerado a sus deidades a través de imágenes tendrían la misma oportunidad de apelar a que no fueron idólatras sino simbolistas. Tal vez sea necesario mostrar la diferencia entre aquellos cultos que adoraban a la imagen como residencia del dios y aquellos que adoraban al dios del que la imagen sería la señal, sólo una representación inspiradora. A simple vista, lo que se desarrolló en la Edad Media fue lo segundo; así lo determinaría el Concilio de Trento. Sin embargo, no es difícil encontrar hábitos en los que ambas formas se reúnen; formas que, en algunas ocasiones, se inclinarán a usos heredados del viejo paganismo romano o de ritos regionales y, en otras, hasta se enredarán con prácticas que trascendieron a la lucha por propagarse, tan propia de ciertos saberes de la época, como la cábala o la alquimia.
No obstante, Huizinga observa el ánimo general de este periodo como propenso a un exceso de representaciones, un exceso que, según el autor, “habría sido simplemente una desatada fantasmagoría, si cada figura, si cada imagen no hubiese tenido más o menos su puesto en el sistema general del pensamiento simbólico”.3

El simbolismo, sin embargo, desde el punto de vista del pensamiento causal, se presenta como un cortocircuito espiritual. “El pensamiento no busca la unión de dos cosas, recorriendo las escondidas sinuosidades de su conexión causal, sino que la encuentra súbitamente, por medio de un salto, no como una unión de causa y efecto, sino como una unión de sentido y finalidad.”4
Ese salto del pensamiento que une las cosas según una finalidad, es el ritmo respiratorio de la época, el modo de reaccionar de su aliento vital ante la forma teleologica del movimiento en general. “Ahora vemos por espejo, oscuramente”, se especulaba en la Edad Media, en medio de los pavores de la peste y las guerras. Ninguna cosa seria podía extinguirse en su función inmediata, en su forma de manifestarse. Entonces “ver por espejo” no podía significar otra cosa que una condensación del pensamiento en la imagen que, como observa Goethe5, determinó a toda esa época. No es simplemente una multiplicación de las hierofanías, siguiendo la idea de Eliade6, lo que hace posible el exceso de representaciones; es la cristalización de un estado del ánimo, que se perpetúa en esa plasmación, y constituye el tránsito a la alegoría y, así, al vaciamiento de sentido de la imagen.
“Ahora vemos por espejo, oscuramente”, decían, citando la carta de san Pablo, no obstante, cuando agregaban “pero entonces veremos cara a cara”, ese “entonces” 7 era leído, una vez más, como un punto distante, imposible de alcanzar: un momento en el futuro incógnito y escabroso en el que, al igual que en el pasado legendario, un pasado en el que aun se conversaba cara a cara con Dios, el hombre recuperaría su posibilidad de redención. Ese “entonces” es un ejemplo de la mirada de la Europa medieval, y por qué no de su herencia del Mediodía apostólico, posada sobre el outopos; el “no-lugar” convirtiéndose, cada vez más, en el lugar.

Algunos pueblos han tenido que normalizar, sino conjurar con verdaderas leyes, esa disposición a traer el cielo a la esfera familiar para mantener la conciencia enfocada en lo divino. Podemos ver un caso intermedio en el ejemplo hebreo, que ha requerido siempre de la Ley 8 para volver su mirada hacía la divinidad. El predominio de las cuestiones prácticas en un pueblo ha hecho muy difícil su relación con las deidades sin la intervención de objetos que las volvieran más terrenales, concretas. No es que lo sagrado se confunda con lo profano; tal vez lo que ocurra sea que uno y otro son hechos con la misma sustancia. La imagen esculpida viene a ser signo de algo que estos pueblos no pueden concebir y tratan de asir en el objeto material. No es casual, entonces, que las sociedades más civilizadas de la Antigüedad hayan sido idólatras: desarrollar la civilización requiere de atención por los asuntos mundanos, la organización, el Estado, la proyección; no hay lugar para la civilización en pueblos demasiado místicos o propensos a abstracciones. 
De este modo es posible delimitar entre una barbarie anterior a la civilización, caracterizada por la experiencia de la fe, tal como la del cristianismo casi nómada de las catacumbas y el desierto, por no mencionar a los germanos del bosque hiperbóreo; pero también entre una civilización que permanece un paso atrás, o al menos al costado, de la vida “en el otro plano”: una civilización que ha capturado la fe, no tiene otro remedio que sacarla de su medio original, traerla al mundo, volverla experiencia terrena, volverla, en otras palabras, religión. Las imágenes domestican al dios, lo aíslan de su realidad divina para volverlo apropiable. En la Edad Media el fantasma era la principal experiencia del alma9, sobre esto se apoya la relación entre el idólatra y el iconoclasta.
El incremento de las alegorías, a finales del largo periodo, produjo una oquedad infranqueable en el significado de las imágenes. “El símbolo sólo conserva su valor efectivo mientras dura el carácter sagrado de las cosas que hace sensibles. Tan pronto como desciende de la pura esfera religiosa a la esfera exclusivamente moral, degenera, sin esperanza de remedio”.10 El idólatra pierde su ventaja ante el acidioso en el momento en que la puerta al otro lado, que tenía en la imagen, se cierra. La puerta se convierte en puerta a ningún lado y la adoración de la imagen pasa a ser la adoración a la puerta.
Las imágenes del cristianismo habían sido influidas por la iconografía etrusca, previamente filtradas y atravesadas por la cultura latina, repleta de dioses con cuernos y colmillos y, de algún modo, repleta de facilidades visuales para una cultura como la que seguiría a la Edad Media. Con el vaciamiento de referencia y el olvido aparecen las primeras formas de profanación de la imagen: el uso muy común de figuras infernales para asustar niños en la era posterior, una caída abrupta a la esfera moral.
El paradigma del hombre azorado ante un misterio que se hace presente parece tener, en la Edad Medía, la vuelta de tuerca que le daría al hombre moderno la ocasión de extender su perplejidad hacía asuntos que estaban lejos de ser misterios.



1 Agamben, Giorgio. “Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental”, Pre-textos, Valencia, 2001. p 12
2 Kierkegaard, Sören. "Obras y papeles de Kierkegaard", Guadarrama, Madrid, 1961-1965.
3 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 320.
4 Op cit. P. 320
5 “Simbolismo sólo proyectado sobre la superficie de la imaginación, la expresión deliberada de un símbolo es, por ende, su agotamiento, la traducción de un gesto de pasión en una correcta proposición gramatical” Goethe, citado por Huizinga. Op. Cit.
6 Eliade, Mircea. “Lo sagrado y lo profano”, Editorial Labor, Barcelona, 1988: “El acto de manifestación de lo sagrado. Solo implica que algo sagrado se nos muestra”.
7 1 Corintios 13: “pero entonces conoceré como fui conocido”
8 Exodo 20: 4. “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que este arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.”
9 Agamben, Giorgio. Op. Cit. P. 139.
10 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 325.


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viernes, 18 de marzo de 2016

La herencia meridional o un vistazo aproximado a la utopía occidental


“Tarde llegamos, amigo, y ¡tan tarde!
Cierto que viven los Dioses.
Sí, sobre nuestras cabezas, allá arriba
En otro mundo, en acción eterna;
Y en apariencia, despreocupados de si vivimos:
¡Que tanto cuidado ponen los Celestes en no herirnos! “


Friedrich Hölderlin


“Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando fui hombre, deje lo que era de niño. Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.”

1 Corintios 13: 9-12

El flagelo aletargador de Empusa parece haberse extendido por un Mediodía mucho más vasto que el de la tradición medieval, en el que el demonio quebrantahuesos se enseñoreaba de la hora en la que el sol se erguía en el horizonte. No ha sido casual que pueblos tan alejados del Mediterráneo, como los germanos o los indios nunca lo hayan visto sobrevolar o apenas lo hayan visto a lo lejos, atravesando el apartado Meridiano de otros pueblos. Tácito elogiaba a uno de estos pueblos que, sin construir imágenes y templos, reverenciaban a sus dioses en lo apartado de los bosques. Tal vez Tácito, ya hubiera percibido entonces, mucho antes que Paul Virilio, esa tendencia del Mediodía de Europa a moverse como si no tuviera materia sino sólo direcciones: el rostro del determinismo occidental. La observación de Gibbon de que los nórdicos difícilmente edificaran templos e ídolos cuando apenas construían chozas puede ser tomada como una discreción por parte de este erudito autor1: la civilización, por supuesto, exige una gran diligencia en los asuntos prácticos, el impulso del procedimiento, para someter los designios naturales al favor de los programas de expansión; no hay lugar dentro de la civilización para ese furor salvaje que es la fe, eso se lo deja a los bosques y al desierto; toda fe que es capturada por una civilización se convierte sin remedio en religión. No es fortuito, entonces, que los antiguos germanos, dado su escaso adelanto técnico, no hayan podido evitar ser más “idealistas”. Roma, de algún modo, necesitaba domesticar a sus dioses, civilizarlos, para que no alteraran su visión práctica del mundo y, sobre todo, la linealidad teleológica de su cartografía, la vida en la proyección, el outopos occidental.
¿Dice algo esta propensión de Roma acerca de su idolatría? La nostalgia de una vida más bella, tal como lo expresa Huizinga, que apareció en la Edad Media, y luego volvió a aparecer durante la Ilustración, se presenta como el camino hacia una meta remota. Ambos casos, el de Roma y el de la Edad Media, se definen por su mirada sobre metas lejanas. Huizinga describe tres caminos hacia esas metas2: el primero es la negación del mundo, muy extendida en la Edad Media, manifestada a través de la esperanza de una vida mejor en el más allá, aunque también en la figura del monje acidioso que parece representar el ánimo de todo el medioevo. El segundo camino es el del mejoramiento del mundo, apenas conocido en la época; el tercero: la vida en la fantasía, una fuga hacía tiempos o lugares más bellos, también percibida en la acidia monástica. Roma, tal vez más emprendedora y mucho menos proclive a la fantasía, se encargó de todo el Mediterráneo, como observa Virilio, tomó autoridad sobre él antes de conquistarlo3. Es el paradigma de la idealidad de la construcción sobre territorios: dado su no-lugar, el determinismo de la civilización occidental siempre se está dirigiendo a otro lugar.
Alejandro Magno describía elogiosamente un hecho que lo asombró durante su campaña a Oriente. Se refería a que, mientras su ejército luchaba en los campos de la India, el campesino no dejaba de labrar: los soldados se batían a su alrededor sin que este se conmoviera. Es difícil imaginar que esto ocurriera entre los labriegos romanos, de quienes se dice que abandonaban los campos en cuanto Aníbal se aproximaba. La India, descripta por los soldados griegos, podría ser concebida como una gran heterotopía, a diferencia de la utopía latina, una heterotopía imborrable, permanente.4
Este ánimo prófugo, que vemos con más claridad en la Edad Media, pero que es posible rastrear, por lo menos, hasta la Antigüedad romana, nos muestra cierta correspondencia entre el letargo, la vida soñolienta, importunada de la primera y cierto momento de la segunda, en la que el enlace sería el catolicismo. Un catolicismo, vehículo en el tiempo del outopos, que no debe confundirse, de ninguna manera, con el cristianismo primitivo. Indagamos sobre ese catolicismo cuya reverencia a las imágenes se compuso a través de la conocida combinación con el paganismo romano, de hábito marcadamente idólatra y que llega a la Edad Media, donde encontramos exageradamente desarrollada la vida visual y el simbolismo: un ambiente en el que la confluencia de estos dos elementos resulta en una colección de imágenes, un atesoramiento de mundos mejores en la conciencia de la época encarnados en una multiplicidad de alegorías.


1 Tanto Tácito como Gibbon son citados por Borges en su obra critica
2 Huizinga, Johan. “El otoño de la edad media: Estudios sobre las formas de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los países bajos”, Revista de Occidente, Madrid, 1967.
3 Virilio, Paul. "La inseguridad del territorio”, La marca, Buenos Aires, 1999.
4 Oldenberg, Herman. “Buda: Su vida, su obra, su conocimiento”, Aticus, Buenos Aires, 1946. 



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El síndrome de Orgon

¿Qué es aquello que distingue al capitalismo? La vida en dos planos ¿no lo había dicho Marx? La vida en dos planos, es decir, en uno que pisamos y en otro que no vemos aunque esté frente a nuestra nariz. Pero el capitalismo no es la causa; es, como mucho, esa contingencia que hace falta para que una potencia se desarrolle, el golpe justo en el lugar adecuado. O es una consecuencia ¿de qué? del espíritu disociador, del espíritu que separa entre ficticio y real.
No llamaremos real a lo material, ni ficticio a lo imaginario. Una y otra cosa, como ya sabemos, pueden revestir materialidad.
El mal de nuestro tiempo -si es que ya puede hablarse de éste tiempo como "nuestro"- es una especie de esquizofrenia aguda. Pero no una esquizofrenia de los medios productivos, ni del sujeto respecto del objeto, ni de cada sujeto como individuo. Cada cosa está separada de si misma. Digámoslo del siguiente modo: todo, cada cosa por su lado, sujeto, objeto, sistema social, el Todo, la parte, cada cosa por su lado, sufre una división en, por lo menos, dos formas. De este modo, lo que vivenciamos como real no es nuestra experiencia, sino un hecho que no hemos producido pero que se presenta como interior a nosotros. Tener una vivencia no es tener una experiencia. Nuestro mal se llama, para mi, el síndrome de Orgon, el mal del que tiene todo frente a los ojos, pero ve otra cosa, como ese célebre personaje de Moliere.
Con un poco de esfuerzo, podríamos partir de la ampliamente aceptada tesis de la división del trabajo. El crecimiento de esta separaría al griego granjero del griego soldado; al preguntarse uno acerca de lo que sucede al interior del trabajo del otro, se vería en una encrucijada, podría intentar responder de dos maneras: usando la imaginación o creyendo lo que le dicen. El orden entre estas dos formas no es cronológico, sino lógico. El griego-granjero, tal vez, se responda a la pregunta sobre el contenido de la vida del griego-soldado imaginándolo a partir de la breve parte de la vida de este a la que tiene acceso, para posteriormente recibir una respuesta más compleja, más completa. El griego-granjero estará, entonces, separado de la realidad de la vida de su conciudadano soldado por un discurso.
Ese discurso, al cobrar forma publicitaria, podría decirse que se sintetizó: al mismo tiempo que informa de aquello que no ha visto, le dice a uno cómo debe imaginarlo. Esa es la forma contemporánea del mal de Orgon.
La disociación, la esquizofrenia, la alucinación, el culto a la pérdida, el fetichismo de la inexistencia, la vida inapropiable, sirven para mencionar lo mismo, para hablar del sistema de lo vacío, del relleno del vacío con vacío.

Dialéctica


La Historia tiene sus propios correctores. Tiene sus errores, sus faltas de congruencia, sus pequeños desencuentros consigo misma, pero cada tanto aparece algo o nace alguien para enmendar.
Yo, tal vez, hoy, después de quinientos años, haya venido al mundo para intervenir por las masacres de la colonización o para impedir la conflagración de la Roma de Nerón. Lo más probable es que haya venido a hacer las veces de antítesis: estoy aquí para ser superado, barrido del camino para arribar a resoluciones. Quizás jamás logré revelarle a Napoleón cuales fueron sus fallas en Waterloo, pero estoy seguro de poder abstenerme de morir en sus filas o en las rivales, o de ser él mismo.
Hemos venido a reparar las estupideces del pasado. Las viejas torpezas, las viejas e insoportables torpezas, deben ser sustituidas por nuevas y mejores. El presente es tan egoísta y arrogante que podría proclamar sus propios errores y sus mayores atrocidades como la solución, la reparación, la denuncia o la superación de los viejos

miércoles, 16 de marzo de 2016

Oh, enemigos...



Por las puertas se entra y se sale, es decir, se deja entrar y se da salida, se expulsa y se recibe: por la puerta entra la diferencia, por eso la guerra interior de un pueblo es más ardiente cerca de la puerta. La comunidad de los amigos sería algo así como una comunidad en la que no existiría ni un amigo. Esa es la condición de poner la amistad como condición de la comunidad: si hay muchos amigos, quizás no haya ninguno. Sin duda, la comunidad de los iguales de los ejemplos de Ranciere es una fundada en la búsqueda de la utilidad. La comida de la amistad es la comida del ahorro1. La inclusión del enemigo en la relación cotidiana del “nosotros” se presenta, por momentos, como su requisito para existir. El célebre hiwi Andréi Vlásov, desertó de las filas soviéticas después de la Segunda Batalla de Jarkov; más tarde fue ejecutado por haberse vuelto amigo del enemigo. Tal vez sea una peculiaridad de las épocas de guerra, pero el amigo contiene la potencia del desertor. Del mismo modo, el enemigo contiene la potencia del aliado, que es la forma utilitaria de la amistad. ¿Podríamos hablar de un ámbito donde los enemigos han sido arrojados a vivir juntos y hayan resuelto aliarse a como dé lugar? Tal vez con esta última figura, la del aliado, probemos un último y desesperado intento de mirada sobre la comunidad: una alianza entre enemigos.

1Jacques Rancière, "En los bordes de lo político", Buenos Aires: La Cebra, 2007. Págs. 91-94

Un paraíso para los enemigos

“Se puede tener más de un amigo, más de una amiga? ¿Cuántos?
¿Qué hay de la igualdad, de la alteridad y de la justicia a este propósito?
Con el «más de uno» y «más de una» comienza quizá la política "

Jacques Derrida



En el juego de la comunidad los amigos no parecen tener alguna razón de ser, es más bien un juego de enemigos: enemigos internos, enemigos externos, de posibles enemigos, de enemigos útiles. La comunidad de los enemigos no es la comunidad hobbesiana de todos contra todos, no es el ciudadano enemigo del ciudadano, sino la de los enemigos que aguarda la llegada del enemigo. La tarea de esta especie de quirite es la de configurar una puerta osmótica, selectivamente permeable, por la que el enemigo, de vez en cuando, entre y defina la comunidad. Ser enemigo sin atacar, esa parece ser su búsqueda, a través de la rivalidad, la cualificación espacial y funcional y, también, de una sutil neutralización. “No es posible destruir la comunidad”, dice Esposito, “porque también esa destrucción sería una modalidad de relación interhumana”1. Es ahora la enemistad legítima y no el exterminio: una comunidad compuesta por enemigos fríos, expectantes, inertes, distantes e indiferentes. Entonces, la anulación del prójimo, siguiendo a Virilio, como condición del confort podría consistir en conectar al enemigo a la mensajería instantánea, modelándolo hasta volverlo confiable. La evolución de la comunidad podría haberse orientado de ese modelo de la ciudad antigua, con su gran puerta, a uno donde habría muchas puertas invisibles, virtuales, móviles. El otro: ese es mi legítimo enemigo, al que liquidaré a través de una inocente pero vital táctica de desmoralización: añadirlo a mi lista de contactos del celular.

1 Op. Cit. Pág. 156

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La Paradoja de la frontera


Campañas, invasiones, grandes aldeas portuarias, carreteras perdidas en la tierra hacia las canteras, latrocinios, masacres, inmolaciones, ciudades erigidas para los esclavos y los presos y estrías invisibles sobre la tierra: la frontera surge como sitio ideal para una nueva definición de la comunidad, es un lugar de filtraciones y de infiltraciones, el límite permeable. Los escritores norteamericanos, Mark Twain, Hawthorne, Melville, supieron captar lúcidamente la potencia que reside en alejarse del contexto de las reglas comunes y el encuentro con ese límite. Sin embargo, el dilema de la frontera, también bajo un canon norteamericano, asoma con la llegada de algún turbio fundador, pionero devenido en gendarme y buhonero. Es el avance planificado hacia la frontera con la reducción de las contingencias: la frontera como no-lugar, como destino invisible. La forma es impresa antes de llegar; ese es el verdadero cierre de la frontera: el fin de la promesa de tierra sin fin.

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martes, 15 de marzo de 2016

El Lugar del no-lugar


El ostium, también el muro en cierto sentido, se ha corrido hacia el Estado y del Estado al ciudadano, acatando su propensión al outopos. Paradojicamente, las fronteras estatales se desplazan hacia los límites de las ciudades, como si estas tuvieran todavía límites. Una trama de policiaje y ciudadanía en regla son las disposiciones de la sinoiké actual, su límite. Lejos de todo azar, la promesa de tierra infinita quizás enterró los nombres de muchos secretos aventureros. Esa promesa de tierra es la que pudo mantener a cualquier prudente pionero timoneando su nave a juiciosa distancia del continente virgen. Esos nombres sepultados en el naufragio y la indiferencia de la metrópolis colonizadora, apuntan algo sobre la realidad heterotópica de la colonización de las tierras vacías y la singularidad de la vida colonial de tierra adentro. El mundo de tierra adentro ¿qué otro mundo podrá ser que el encomendado a ultramar? A distancia del litoral hay incontables mundos por erigir, pero al desembarcar sólo queda uno por fundarse.

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lunes, 14 de marzo de 2016

Olvido y cristalización de la comunidad


El nazismo de Heidegger, según Esposito, no es más que “el intento de dirigirse a lo propio, separarlo de lo impropio, hacer hablar afirmativamente a su voz primigenia, atribuirle un sujeto, una tierra y una historia, una genealogía y una teleologia”. La comunidad terminada es la comunidad de la identidad cristalizada, donde el ostium da variables formas al hostis y al hospes. El extranjero encarna aquello que el ostium selecciona como amigo una vez, como enemigo otra: la apertura o la obstrucción del ostium finalmente establece la seriedad del sacrificio al extraño. Cuando decimos que nuestro “propio” sólo consiste en la conciencia de nuestra “impropiedad”1 entendemos que la comunidad terminada, cerrada sobre el modelo de “una comunidad nacional inspirada en fines idealistas”2, como ansiaba Hitler, o en el paradigma de la tierra ancestral, es la del exterminio de lo no incluido, es decir, de lo que ha filtrado el ostium. La partida se confunde con el peregrinaje mismo:“la comunidad no está ni antes ni después de la sociedad. No es lo que la sociedad suprimió, ni lo que ella debe proponerse como objetivo. Así como no es resultado de un pacto, de una voluntad o de una simple exigencia que los individuos comparten. Pero tampoco el lugar arcaico del que ellos provienen y que abandonaron”3. El extraño es amigo de la búsqueda, que es preciso abandonar si la meta es clausurar la comunidad. Lo común está delante, es la inquietud común sobre lo posible: en ese sentido, quizá sea errar en común lo que nos congracie con nuestro enemigo.

1Roberto Esposito, Op. Cit. Pág. 161
2Hitler, Adolf, “Mi doctrina”, Buenos Aires, Temas Contemporáneos, 1985.



3Roberto Esposito, Op. Cit. Pág. 156


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domingo, 13 de marzo de 2016

El extranjero y el estereotipo vulgarizado



-¿A qué casta perteneces? ¿Dónde tienes tu casa? ¿Vienes de muy lejos?-preguntó Kim.


Rudyard Kipling -Kim.

Los estereotipos se integran fácilmente al paquete de imágenes de un pueblo gracias a la pre-digestión por la que suelen pasar. Completas tipologías se han delineado con la meta de unificar y separar naciones. Los bárbaros y los salvajes fueron la etiqueta clásica, pero podríamos con otras algo más sutiles, por lo invisibles. El estereotipo parece perder impulso cuando los muros que nos separan del fores caen, pero es sólo una apariencia: el estereotipo es el nuevo muro.
Derrida dice que “la hospitalidad pura consiste en acoger al arribante antes de ponerle condiciones, antes de saber y de pedirle o preguntarle lo que sea, ya sea un nombre o ya sean unos 'papeles' de identidad”. En este sentido, debemos entender ostium como la señal de cierta porosidad del muro urbano que permite la filtración y el intercambio con lo de afuera. Pero hay a otra derivación que tiene a ostium como un antecedente de ostia, el sacrificio. Primero es el peregrino, el extranjero, aquel por quien están las puertas en la ciudad, para arribar a “hostia”, la víctima de una expiación: un laberinto que lleva finalmente a la inmolación del forastero, que es ofrecido como víctima propiciatoria a los penates. Si fores también se presentaba como puerta era para darle nombre al forastero y al foráneo, y también a la foresta, al bosque, donde viven los bárbaros; fores no es tanto la puerta como lo que hay más allá de ella. El ostium da las licencias para que el fores se aproxime.
“Pero también supone que nos dirijamos a él, singularmente”, continúa Derrida,“que lo llamemos, pues, y le reconozcamos un nombre propio: '¿Cómo te llamas?'. La hospitalidad consiste en hacer todo lo posible para dirigirse al otro, para otorgarle, incluso preguntarle su nombre, evitando que esta pregunta se convierta en una 'condición', una inquisición policial, un fichaje o un simple control de fronteras.” El destino del hiwi, en su situación ya no ingrata pero aun no grata para los nuevos amigos y la absolutamente ingrata para con los viejos, oscilaba entre el desprecio y el fusilamiento. Un híbrido interesante que vivía en el borde, hecho también de borde. Pero lo mas interesante del hiwi no es la delación, ni la traición a la patria, ni el supuesto apego por el enemigo, sino ese salto a recibir ordenes en una lengua que no comprende. Allí reside la hostilidad genérica con la que chocaba donde fuera a ofrecer su ayuda. Es la misma hostilidad que halla el extranjero al que recibimos en nuestra propia lengua: ambos heridos por la palabra incomprensible .1
Los rasgos indeseables de un pueblo son divulgados con facilidad cuando es otro pueblo el que lo tipifica y hasta le da un nombre. El estereotipo acude como medio de la supresión de lo inesperado. Así, una nación que se define a sí misma como inuit, “el pueblo” en su propia lengua, es conocida como “la que devora carne cruda”, que en la lengua de sus vecinos Cree ofrece una incierta etimología para “esquimal”. Kipling, en un breve dialogo de Kim, ofrece un modelo de este género de lugares comunes basados en poner nombres que se vacían más tarde en un sospechoso consentimiento general:
“Los sacerdotes desconocidos se comen a los niños- susurró Chota Lal.
-Y además es un extranjero y un but-parast- dijo Abdullah, el musulmán.
Kim se echó a reír.
-Lo que sucede es que acaba de llegar. Corre a esconderte entre las faldas de tu madre para no pasar miedo.”2
El estereotipo vulgarizado consiste en formas fijas que se divulgan y se integran al sentido común. El miedo y la ansiedad, antes encarnado en la expresión “Hannibal ad portas”, además es el miedo y la ansiedad ante el inmigrante invasor, exhaustivamente elaborado por el estereotipo común. “Existe un género de 'extranjería”, dice Simmel, “en el cual está excluida la comunidad a base de algo general”. Se trata de esa tensión negativa entre cercanía y distancia que indica que “nuestra relación con él es una no-relación”3. ¿De donde proceden estas ideas fijas? Lo vulgar y lo común. En algún lugar debe producirse el encuentro entre lo divulgado y lo comunitario, lo vulgarizado y lo común.


1 “Acoger al otro en su lengua es tener en cuenta naturalmente su idioma, no pedirle que renuncie a su lengua y a todo lo que ésta encarna, es decir, unas normas, una cultura (lo que se denomina una cultura), unas costumbres.” Derrida, Jacques, Op. Cit.
2Kipling, Rudyard, "Kim", Alianza editorial, Madrid, 2003
3 Simmel, Georg, "Sociología: Estudios sobre las formas de socialización", Buenos Aires Espasa-Calpe Argentina, 1939. Pág. 278



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Sinoiké planificada




La tradición occidental dispone de una serie de mecanismos para renunciar a las cualidades del fores. En el Edad Media, cruzar las puertas para quedarse suponía, muchas veces, renunciar a cualquier otra pertenencia anterior, pertenencia de tribu o de clan, pertenencia a los que viven en los bosques y cazan o pescan o andan a caballo, renunciar para formar parte del ayuntamiento de la ciudad. En la Edad Media, era la coniuratio, de la que Weber se expresa claramente, pero en la antigüedad ya eran conocidos estos mecanismos, como en el sinoicismo helénico. La condición de la ciudadanía era entonces, igual que ahora, el olvido. Las ciudades asomaban un principio de cristalización de la comunidad, que se iría disipando con el derrumbe de las murallas y la apertura a los conurbanos. Paradójicamente, hoy la captura es mas realizable fuera de las laberínticas ciudades. 


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viernes, 11 de marzo de 2016

Programática


La condición de la vida en la comunidad actual quizás haya dejado de ser la velocidad: como todo lo decisivo puede hacerse a distancia se busca otro tipo de precisión. La escena de la vida tiene un malicioso remate en el ajuste a una comunicación permanente. El morador urbano se debate entre quedar inacabado o ser completado por un tejido de utensilios inteligentes: otra forma del viejo determinismo de la planificación, que conocemos desde la expansión de Roma. La formación de los estados y sus variantes más o menos abstractas de las naciones, ha sido cruzada por innumerables vectores de programación en este hemisferio; las políticas de la anticipación: programas para definir qué pueblos forman una raza, qué razas forman un pueblo, qué raza es una raza y no una degeneración de la naturaleza, qué pueblos se quedan adentro y cuales se van afuera o al otro mundo, todo por anticipado.

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jueves, 10 de marzo de 2016

Urstaat y paranoia stalinista


¡La vuelta al mundo! Es mucho lo que tienen estas palabras para inspirar sentimientos de orgullo; pero ¿a dónde conduce toda esa circunnavegación? Sólo al punto de partida”

Herman Melville -Moby Dick.



Suponer la comunidad como espacio de las relaciones, no como territorio capturado, sino como lugar ”entre” los que vivimos implica comprenderla como prescripción, como la Ley misma1; “que esa comunidad se dé en la forma conminatoria de una ley”, dice Esposito, “significa al propio tiempo que no podemos obtenerla directamente, sin el filtro de un nomos que a la vez nos separa de ella porque no se hace obedecer completamente”2. Luego, lo que podría ser alarmante de ese cuadro de la morada común es su evolución como comunidad de amigos: la amistad, susceptible de traición, muta en la invariable estampa del enemigo interno, legendaria en los estados totalitarios donde la paranoia permite que del amigo brote fácilmente el símbolo de la autodestrucción. Así es como arribamos a una comunidad de enemigos en tanto amigos.



El Estado, al postularse como instancia original, tiende a la paranoia; el recuerdo del pasado es una amenaza. “No se puede remitir a un origen puro al cual volver como propio, porque ese origen también carecía de propiedad”3. Al proyectar su sombra sobre lo extraño, el estado se adueña de él y lo borra, pero el tirano paranoico no es el único dueño del aparato de la amenaza. Sobre el estado moderno Esposito dice:“no sólo no elimina el miedo a partir del cual originariamente se genera, sino que se funda precisamente en él, haciéndolo motor y garantía de su propio funcionamiento”4. Entonces, la aclaración entre forma-Estado y el tipo singular de Estado constituido en régimen totalitario, es vaga. La paranoia es la conducta cardinal de todo Estado en tanto aspirante a una fundacionalidad. El autoritarismo es el modo declarado, la forma en que esa manía no encuentra tregua en el discurso habiendo perdido el control de su tranquilidad. Así inicia la anulación del detractor virtual en su interior definido como objeto de su culpabilidad original, esa es su separación en más de una conciencia. El enemigo genérico del Estado, por otro lado, como creador de órganos diferenciados de poder, nunca dejará de ser lo mixto, lo funcionalmente diverso.

1“La ley -no la voluntad- está en el origen de la comunidad, hasta tal punto que se podría llegar a decir que comunidad y ley son lo mismo: ley de la comunidad, en el doble sentido del genitivo. La Ley prescribe la comunidad, que a su vez es el ámbito de pertinencia de la ley” Esposito, Roberto, Op. Cit. Pág. 116
2 Op. Cit. Pág.143
3Op. Cit. Pág. 175
4Op. Cit. Pág. 61

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Gengis Khan y algunos paradigmas rioplatenses



El lazo con el que Gengis Khan agrupó a las tribus asiáticas no fue el de la amistad entre las tribus, sino el del enemigo común. De algún modo, nuestros países, con sus grotescos pasados coloniales conocen la caricatura desventurada de ese género de uniones. El mal es, como dice Esposito, el modo más “común” de relacionarse los diversos1; la programática colonial expuesta en sangrientos tendales de pueblos dejados tras las campañas al desierto, es la prueba de la relación de, por lo menos, dos naciones: un pueblo pionero extinguiendo a otro al que había delineado no parecerse. Un lugar repetido indefinidamente, en tanto aspecto de una programática, tras la brillante tontería de las naciones aguardando ser fundadas en la hermandad. Es donde las metrópolis de ultramar, tal vez, esperaban un espacio sin leyes, donde se chocaron con la Ley: allí también donde esperaban hacer la Ley, quedaron a la deriva expectante del error y la deuda; el sujeto, más bien sujetado,“en relación con la ley, siempre es deudor, está en falta, es culpable aunque, e incluso más, procure conformarse a ella”.2 La comunidad del desierto se fundaba más en la relación de exterminio que en la voluntad de los fundadores. Esa relación es el “entre”, el mundo en medio de los pueblos, el mundo puesto en común y un “entre” que no podría tener otro lugar que fuera. La relación está en el medio, “la ley no tiene sujeto alguno como autor” 3
Después de que la Argentina, leal a la funesta caricatura, aboliera la esclavitud, las calles de Buenos Aires fueron desbordadas por un grupo imprevisto y muy mal ajustado al plan de esa nueva parodia que la Constitución de 1853 llamó crisol de razas: gran número de afro-argentinos quedó vacante hasta la década siguiente, cuando el gobierno vio en el a forzoso la ocasión para enviarlos a extinguirse en la Guerra del Paraguay.
Este era el mundo de tierra adentro, imaginado o no por los navegantes, que tal vez vieran la única salvación en el barco y en el mar, como Mark Twain nos muestra a Huck y a Jim en su almadía por el Mississippi4. Abandonado el barco, el pirata no podía tornarse otra cosa que traficante y el héroe, tratante de mercancías: cuanto más tierra adentro, menos mundos por fundar.
El enemigo común como principio de formación de una nación propone filiación a partir de la hostilidad común. Lo común no deja de ser una deuda. Es nuestro el que tengo a nuestro enemigo por enemigo, no es necesario que sea nuestro amigo. Técnicamente, se aplica el principio romano de que cualquiera que no esté con nosotros puede ser atacado y saqueado. Allí comienza el problema de lo mixto y el poder, que es el de la convivencia de lo diverso y el del Estado, que no cree poder con las contingencias sin intervenir con la fuerza.



1 Esposito, Roberto, Op. Cit, Pág. 117
2 Op. Cit. Pág. 131
3Op. Cit. Pág. 131

4Twain, Mark, "Las aventuras de Huckleberry Finn", ...


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Ostium y Fores


La garantía de los rasgos comunes de los pueblos van muchas veces por la senda de la absorción o el genocidio. La figura recurrente y , tal vez, definitoria de la comunidad en este sentido parece ser la del ostium. El vaivén entre hospitalidad y hostilidad en la comunidad procede de una vieja familia de palabras que buscaban referirse a las puertas de la ciudad, el elemento primitivo de la permeabilidad y la elasticidad del fores. La raíz ostium -puerta en el sentido de abertura, válvula, boca- que da lugar tanto a hostis como a hospes, señala las dos formas de hacer uso de las puertas: la entrada y la salida. Las puertas, ahora en el sentido de ostium, no de fores, también apuntan al extraño que viene de fuera de la ciudad. El permiso de cruzarlas parece suponer el primer gesto de la hospitalidad; pero las puertas siempre están ahí, esperando la ocasión de una nueva salida.

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miércoles, 9 de marzo de 2016

Ayuda etimologica de Serres



La evolución filológica de algunos términos asociados a la idea de “puerta” nos muestra una dinámica de la comunidad en relación al espacio. Michel Serres da cuenta de esa relación espacial en su examen sobre El Horlá de Guy de Maupassant1: el espacio percibido siendo modificado por los desplazamientos.

En primer lugar, tenemos un hors, proveniente del latino fores, indicando lo exterior, el espacio de lo retirado, fuera del recinto privado donde reside la vida domestica, foris, la puerta de la casa que da al exterior. Pero más tarde, el término se desplaza levemente para designar un espacio un poco más allá del cerco familiar, el forum, que poco antes designara un espacio más restringido. El patio de la casa se corre hacia afuera, dejando de ser privado. Es un impulso de lo mas cercano a lo más lejano que definirá al foraneus, el extranjero, así como a los vocablos franceses farouche, foret y en los españoles forajido, foresta, lugar que tiene lugar fuera de la ciudad y que no es un lugar fijo sino un desplazamiento.
La primera relación es con lo familiar, la casa, el foro, las puertas. Pero, luego, no tiene sentido buscar la puerta aquí. Para estar fuera es necesario buscarla un poco más allá. Luego, lo que entró antes de ese desplazamiento del fuera, ahora está dentro, lo extraño ha sido incorporado y, tal vez, también olvidado: mestizaje, identidad constelada, capas y sedimentos de identidades en los que lo foraneo fue deglutido por el ostium.
 


1 Serres, Michel, “Atlas”, Ediciones Catedra S.A. Barcelona.1995

 



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Japón, Okinawa y fractales


La búsqueda del ser nacional es una dudosa empresa que, con frecuencia, es indulgente con el supuesto color local de un país. Pero un pueblo nunca es un solo pueblo. Dentro de un pueblo siempre habrá un pueblo ausente, pero también al menos uno que sobre. Japón, una tierra donde es difícil transbordar, ofrece los bordes de su identidad dispuestos especialmente para zozobrar en lo inverosímil. Porque ¿dónde está Japón realmente? Si olvidamos por un momento su lugar en el mundo ¿no se podría concebir para Japón un lugar fuera del mundo? “Lo común se identifica con su mas evidente opuesto”, dice Esposito, “es común lo que une en una única identidad a la propiedad -étnica, territorial, espiritual- de cada uno de sus miembros. Ellos tienen en común lo que les es propio, son propietarios de los que les es común”1. La lengua japonesa, en vez de operar como dispositivo unificador se convirtió, en los huéspedes americanos de Okinawa, en el ajuste amable de la lengua hostil. Gambatear, por ejemplo, un verbo amable derivado de la lengua descortés. Con la desinencia hispana se vuelve una palabra japonesa para animar a los extraños. Cuando un pueblo no es sólo uno, cuando el samurái es redefinido y no es pasado ni presente y vive junto al raro mecha2, no debe buscarse la identidad en la tradición sino en lo extraño: la diferencia como identidad.


1 Esposito, Roberto, Op. Cit. Pág. 25
2 Género de animè basado en robots gigantes (mechanics) muy difundido desde los años 60s.



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martes, 8 de marzo de 2016

Champuralismo



Lengua, nacionalidad y fisonomía suponen la uniformidad del linaje y de la cultura de la nación, pero en la cultura okinawense, definida muchas veces por la táctica de ser no-japonés, son tres aspectos de una interesante incoherencia. Es una táctica que, lejos de proteger una identidad local, amplía las brechas y a la vez se defiende de la amenaza de pérdida violenta de la identidad. El nikkei, el japonés devenido peruano, luego el peruano descendiente de japoneses devenido okinawense, el latinoamericano con rasgos orientales y lengua mixta, un absurdo constituyente de la ambigua identidad y de esa primera apertura que apunta Derrida: “incluso la guerra, el rechazo, la xenofobia implican que tengo que ver con el otro y que, por consiguiente, ya estoy abierto al otro. El cierre no es más que una reacción a una primera apertura. Desde este punto de vista, la hospitalidad es primera”.1


Los okinawenses definen como “champuralismo”2 al prototipo de esa afición por devorar y digerir lo extranjero, lo ajeno, lo chocante, hasta lo indigerible, acoplandolo a su estilo de vida sin inquietarse por sellarlo con un rasgo local. Esta deliberada ambigüedad aloja un potente reto a la premisa japonesa del rostro oriental junto al habla japonesa: mixtura y meztizaje son instancias de la fusión de lo heterogéneo en la convivencia. Champuralismo es grieta, fractura del trazado, por donde fluyen infinitas identidades posibles. Su pauta vital es la cancelación de cualquier pauta que se presente como invariable. También es el desafío a cualquier nexo entre el pueblo y el espacio nativo, es la elasticidad que pone en duda la idea de lo “autentico". Lengua, nacionalidad y fisonomía resbalan en Okinawa, que parece ser un pequeño vórtice de intercambio, fusión continua y voraz deglución de todo lo extraño: ser okinawense parece ser una inmejorable estrategia para nunca serlo completamente.

1 Derrida, Jacques, Op. Cit.
2 Término acuñado originalmente por Shuhei Hosokawa en analogía al champuru o champloo, un plato típico que se prepara prácticamente con cualquier potencial ingrediente que se le atraviese al cocinero, propio de la cocina Nikkei. y su capacidad para reunir con éxito ingredientes heterogéneos en una receta que no deja de ser característica.



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Desertores y delatores



La represión de lo civil, modo típico de normalización que lleva a cabo el Estado, tiene una dinámica variable, pero siempre apunta a destruir contingencias. Desde el enfoque teleológico-lineal la expansión occidental se destacó por apoderarse de áreas enteras antes de haberlas ocupado: una tendencia al outopos, que parecería ser su verdadero topos. El ciudadano del estado-nación está preparado para la denuncia y la delación de la diferencia. La consecuencia es la fuga de lo diverso: la deserción como opción a integrarse a una identidad estable y la delación como adaptación a la normalidad de la vida comunitaria cerrada.


Pero, mientras el Estado le ofrece al ciudadano alineado ávido de confort, permisos y herramientas para la neutralización del otro, el perseguido reformula el ámbito de la vida en común, lo vuelve estación, plantea la nulidad de las formas estables. Dada su supervivencia, que exige inestabilidad, movimiento, estado de paso, el fugitivo escapa a la amenaza de ser identificado y catalogado dentro de un “nosotros” estancado. Entre las identidades endurecidas, también hay grietas por donde fluyen las identidades móviles escapando del estereotipo comunitario. De modo que el potencial destructivo no parece residir en el fugitivo. El trazado de la comunidad implica violencia, la destrucción del mundo a través de la planificación, concretada en diversos modos de eliminación. La comunidad no se destruye a sí misma, sino que con su clausura destruye infinidad de mundos posibles.


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