lunes, 29 de febrero de 2016

La cara ajena de la lengua propia

"Milonga del primer tango
que se quebró, nos da igual,
en las casas de Junín
o en las casas de Yerbal" 

Jorge Luis Borges – Milonga para los orientales




Todavía a principios del siglo XX se podía escuchar en las ciudades de Italia llamar "lombardi" a los gangster, en una clara sugerencia a los lombardos que la asaltaron en la Edad Media. El término “lombardo” atravesó el Atlántico con los inmigrantes italianos para tomar en Buenos Aires y Montevideo el nombre de lunfardo durante la segunda mitad de siglo XIX. La alusión seguía siendo la misma: el lunfardo original, el más impenetrable, era un lenguaje de presidiarios. Las más interesantes síntesis léxicas se produjeron en las cárceles donde se encontraban reclusos de diversos orígenes. La jerga se extendió a los hampones de los arrabales y, casi en el mismo proceso, al tango, nacido también en los arrabales. El cocoliche, una variación lingüística surgida del intento de los inmigrantes italianos de hablar el castellano, y el vesre, el particular modo rioplatense de alterar las sílabas de las palabras, también son ingredientes elementales del lunfardo junto con otras palabras que llegaron con el traslado de los gauchos a la ciudad. El tango divulgó este modo singular de hablar hasta sacarlo para siempre de la esfera de las prisiones y de la marginalidad, añadiéndolo al glosario cotidiano de cualquier porteño o montevideano.



En sus Aguafuertes Porteñas, Roberto Arlt hace una breve exposición de un término traído por los genoveses: fiacca, la flaqueza del ánimo. Y también una leve desviación de las acepciones compartidas entre una y otra orilla del río. Cuando un muchacho bostezaba sin parar los genoveses decían que tenía la fiacca, un desgano producido por la necesidad de ingerir alimento. De esa manera, mientras en la Argentina tener fiaca es exclusivamente no tener ganas de hacer nada, en Uruguay es estar cayéndose de hambre. No por nada el río es tan ancho. Los argentinos vemos, al igual que los uruguayos, nuestra propia lengua reflejada en el espejo: un ejemplo, entre muchos, en el que la frontera política no hace a la extranjeridad, por supuesto, si me está permitido sospechar que la primera fuente de hostilidad que encuentra un extranjero es la lengua del otro: llegar a un país y que te saluden en la lengua local, sin preguntarte cual es la tuya, y obligarte a saludar en la lengua local. El Río de la Plata, en una limitada declaración de hospitalidad, se presenta como una pequeña nación idiomática en la que uno puede traspasar las fronteras internas sin sentir que se ha vuelto extranjero. Estar en Buenos Aires, Rosario, La Plata o Montevideo, es más o menos lo mismo. Hostis y hospes, las dos significaban “extranjero” para el antiguo romano, amigo de tener enemigos; todo depende de cómo decidas recibir al extranjero.



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domingo, 28 de febrero de 2016

Breve busca de lo afro-rioplatense

"Tenía una pendencia con esta nación oriental,
que me importaba mucho más que el color o sabor de las aguas
del gran estuario que lava los mugrientos pies de su reina;
pues esta Troya Moderna, esta ciudad de luchas, asesinatos
y muertes repentinas, también se llama la Reina del Plata."

G. H. Hudson – La tierra purpúrea.



El siguiente es un breve y apresurado rodeo en la historia argentina que intentará contribuir a nuestra modesta historia del habla de todo el Río de la Plata y también a la de la cortesía oriental.
El castellano rioplatense es una variedad de la lengua española hablada desde Rosario a La Plata, a ambos lados del ancho río. Más tarde, cuando nos detengamos en el lunfardo, nos preguntaremos cómo puede abundar en voces africanas sin que haya un africano a la vista a lo largo de toda la Argentina. La historia es así: la Argentina, cómo todos los países coloniales, jugó un tiempo a la esclavitud, pero no tardó en aburrirse y abolirla. Después de eso, una imponente cifra de esclavos libres provenientes del Congo, el golfo de Guinea y el sur de Sudán, quedó vacante y en la miseria en las calles hasta que el gobierno recordó lo útiles que habían sido muriendo por la patria durante las guerras de la Independencia en las milicias libertadoras y lo mal que se ajustaban al proyecto de esa nueva comedia que llamaron crisol de razas –europeas, claramente- expresada en la Constitución Nacional de 1853. A finales de la década de 1860, la intervención de la Argentina en la Guerra del Paraguay se presentó cómo una inestimable oportunidad para el alistamiento forzado de afro-argentinos. Durante esos años asistimos a la extinción de gran parte de los africanos argentinos así como al brutal declive de la población masculina del Paraguay. Los sobrevivientes de la guerra y de la fiebre amarilla emigraron al Uruguay, donde la comunidad africana gozaba de un ambiente social más próspero y había sido tradicionalmente más numerosa. Uruguay fue el destino predilecto en una región en la que dominaba el racismo europeísta, en una frontera, y un tardío abolicionismo, en la otra. Así se constituyó tempranamente una colectividad afro-uruguaya que le dio forma a la cultura, el folklore y el semblante general del país, especialmente al Uruguay urbano, con el candombe y el carnaval.



La influencia africana en el habla de Río de la Plata es un hecho incuestionable y se percibe en expresiones culturales tan propias de Buenos Aires y Montevideo como el tango, cuya etimología también es africana. Quilombo, tamango, milonga, canyengue son vocablos de uso frecuente en lírica tanguera y en el ambiente de los arrabales, donde el africano confluyó con el andaluz y con el genovés y con el alemán que trajo el bandoneón en su maleta.


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El espejo Oriental o el lado amable del Plata

"Puerta falsa en el tiempo, tus calles miran al pasado más leve.
Claror de donde la mañana nos llega, sobre las dulces aguas turbias.
Antes de iluminar mi celosía tu bajo sol bienaventura tus quintas.
Ciudad que se oye como un verso.
Calles con luz de patio."


Jorge Luis Borges –Montevideo
 

De la mirada de los turistas más distraídos que visitan la Argentina se podría deducir que lo mejor de Buenos Aires son los uruguayos. Conozco a algunos que han tomado sus aviones y sus barcos y sus naves espaciales de vuelta a sus países y planetas con una inmejorable impresión del espécimen porteño; la razón: los uruguayos de la ciudad, tan atentos con los turistas perdidos y tan pacientes con los que hacen consultas que irritarían al más Zen de los porteños. Uruguayos y argentinos, ciudadanos de un alargado reino litoral, comparten el mismo vocabulario y un fenotipo perfectamente confundible, en el que un rancio alquimista mezcló en distintas proporciones a italianos, españoles, portugueses y franceses, con una pizca más de africanos para el Uruguay y un toque de vanidad europeizante para la Argentina, que hacen que los primeros, al rondar las calles de Buenos Aires, sean una excelente propaganda para los segundos.



La Argentina es un gran pueblo sustentador de grandísimas fábulas. La leyenda de las Pampas como esencia del carácter nacional y otros esencialismos típicos, como el del tucumano cleptómano y el cordobés embaucador, la vieja y complaciente alegoría de la Australia americana o el Canadá sureño, hasta llegar al curioso dialogo entre olavarrienses y azuleños, separados por el arroyo del Azul, llamándose unos a otros “uruguayos”, están entre los tipos más inocentes de nuestra mitología. Pero como todos los ríos, el Plata, tiene dos orillas, aunque no se vean. Hay una orilla azul del otro lado, una playa luminosa y cordial llamada Uruguay, de donde viene y a donde va esa generosa estirpe que cuida a nuestros turistas, nativos con acentos que van del entrerriano al porteño y son parte de una gran nación tácita, de un país secreto, implícito en las cuencas y las franjas de agua que serpentean lentamente y recuerdan viejas barcazas en las que se murmuraba el español y el portugués, y a otras más nuevas navegando con voces en inglés, en gallego, en occitano, en mapuche, quechua y guaraní.
 
 En teoría, soy un ciudadano uruguayo, casi tanto como argentino. Mi nueva hipotética nacionalidad, desde una vez que se me extravió el documento de identidad, podría ser llamada mercosureña, con un poco de esfuerzo. Pero no es ese el lazo que me liga al país trans-platino, sino la de ser deudores de una comunidad de lenguas que me convierte en uno más, del mismo modo en que convierte en uno más a cada uruguayo que pisa suelo argentino.

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sábado, 27 de febrero de 2016

Shiroma: del Perú Okinawense a la Okinawa peruana


El cliché del latino desenfadado, representado como un vividor alegre y sin ocupaciones, se difundió en Japón de la mano de la prensa internacional apenas comenzada la modernización. Este estereotipo, que hemos visto hasta en los dibujos animados norteamericanos, superpuesto a la imagen que los okinawenses tienen de sí mismos es explotado al máximo para reprochar la descortesía y la falta de calidez de Japón. Okinawa y lo latino comparten ese intenso “sur” imaginario y marginal, acoplado a la marginalidad de lo latino en la América, y surge la colorida sombra de una Okinawa latina cargada de claro sentido político: no sólo le sale al encuentro a Japón, también le sale a los Estados Unidos, como colonia militar que sigue vigente. Dentro del mismo espacio reducido y envuelto de océano, la “Okinawa latina” y la “Okinawa norteamericana” se chocan en silencio.
La ciudad de Koza, en Okinawa, es célebre por ser la residencia de la mayor base militar norteamericana del Asia Oriental. Ese tal vez sea un dato más o menos conocido, pero además de eso, Koza es la ciudad donde Alberto Shiroma fue a visitar un día a sus parientes, fatigado por la penosa vida en Tokyo, donde trabajaba junto a otros dekasegui1 latinoamericanos, un hecho del que nadie, salvo los parientes de Shiroma, se enteró. ¿Quién es Alberto Shiroma? Shiroma es un músico nacido en Lima, Perú, nieto de inmigrantes de Okinawa, quien luego de arduas tentativas por ser reconocido como cantante profesional en Japón, se convierte en el líder de Diamantes, una orquesta peruano-okinawense formada en 1991 durante la visita a sus parientes en Koza. Allí encontró a otros músicos locales con los que comenzó a fusionar música latinoamericana con algunos sonidos locales, salsa en español, mezclado con japonés y okinawense y palabras derivadas de la combinación de los tres. Sus primeros seguidores fueron los soldados hispanos del ejército norteamericano que vivían en la base militar de Koza.

Es posible cuestionar la existencia de una relación natural de la música y los músicos con la tierra, el paisaje y la cultura del espacio nativo. La experiencia concreta de la migración pone a prueba la fijeza de esas identidades espaciales y territoriales de la música que los viajeros transplantan, arrastran, traen adherida a sí desde sus tierras natales. La música, que choca con la dudosa idea de lo “auténtico”, se torna elástica y se fuga de las alegorías presupuestas en el sonido, se vuelve capaz de ceder a presencias nuevas, a la presencia de la música de los otros. Escuchar a Shiroma haciendo una performance personal de la canción tradicional okinawense Shima Uta en castellano y con ritmo de salsa, es un ejemplo simple.
Fisonomía, nacionalidad y lengua son tres aspectos que presentan una interesante incoherencia, un absurdo efectivamente constituyente de la ambigua identidad de los latinoamericanos con rasgos orientales. Una ambigüedad que hospeda una potente provocación a esa ecuación que supone la uniformidad del linaje y de la cultura de la nación, el paralelo, supuesto por los japoneses, entre un semblante oriental y un habla japonesa. Los okinawenses y sus huéspedes saben cómo responder. Por un lado, el término “Gambateando” es una adaptación amable de una palabra de la lengua hostil, de una palabra amable de la lengua de la descortesía. “Ganbatte” es la palabra que se usa en japonés para desear suerte o dar ánimo a alguien; la desinencia hispana del gerundio, la altera en una palabra japonesa para animar a los extraños. Por otro lado, el champurú, un plato típico del archipiélago, que se prepara con vegetales, huevo, tofu, cerdo y cualquier potencial ingrediente que se atraviese en el camino del cocinero, propio de la cocina Nikkei2, aloja un potente simbolismo de la capacidad de reunir con éxito ingredientes heterogéneos en una comida que no deja de ser característica. De ese modo, han llamado “champuralismo” al prototipo de una jocosa filosofía de la disposición a devorar y digerir lo extranjero, lo ajeno, lo exótico, lo chocante, hasta lo indigerible, para conformarlo al estilo de vida okinawense sin inquietarse mucho por sellarlo con un rostro local.


1 Trabajadores descendientes de japoneses, emigrados desde Brasil, Perú, Bolivia y Argentina, así como inmigrantes del Este de Asia, Bangladesh, Irán y algunos otros países.
2 Es el nombre con el que se designa a los emigrantes de origen japonés y a su descendencia. También se usa para referirse la gastronomía fusionada de los inmigrantes japoneses con la de sus países receptores en América, en la que se destaca la peruana.

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Vengo de Okinawa, soy un no-japonés


“Para matar la tristeza
Que tiene en su corazón
Por la familia que espera
Gambateando va Ramón ...”

Gambateando –Alberto Shiroma.



Ser okinawense en Japón, ser peruano en Okinawa, parece ser una clave para entender el resultado del éxodo que, hace 100 años, trajo a miles de japoneses a Sudamérica. Japoneses de Okinawa, esas pequeñas islas que Japón añadió a finales del siglo XIX luego de un largo e intenso pasado como el reino de Ryukyu y como feudatarias de las dinastías Ming y Quing. Entre China, Taiwan y las islas japonesas más grandes, Okinawa, es el corolario cultural, religioso, gastrónomico, lingüístico, musical, de extensos siglos de variada colonialidad. Los rasgos particulares, o mejor dicho, un surtido de rasgos que se atraviesan y se aúnan, han convertido a los nativos okinawenses en un grupo étnico especial y en el más numeroso del Japón contemporáneo. Los taiwaneses autóctonos, los filipinos y los japoneses del sur son sus parientes auténticos, pero el intenso intercambio y las complejísimas oleadas que hubo por largas épocas en el archipiélago, hacen de la mixtura, de la fusión continua, de la deglución voraz de todo lo extraño, la pauta fundamental: la cancelación de cualquier pauta que se presente como invariable. Los matrimonios con chinos y japoneses, pero también con soldados estadounidenses y con trabajadores sudamericanos, dieron lugar a lo múltiple y a lo mestizo en Okinawa, pero especialmente, a una táctica que, más que fortalecer una identidad local, tiende a ampliar las brechas con los japoneses: ser okinawense, a veces, más que ser okinawense, es no ser japonés.

 

Marcharse de Okinawa, que había sido un reino floreciente en medio de la inapreciable plaza marina entre Japón y China, respondía principalmente a problemas precisos que acarreó en la región la anexión a Japón. A comienzos del siglo XX, las islas se empobrecían por un monocultivo de caña de azúcar que las estancó materialmente; más tarde, todo empeoró cuando eligieron a la isla principal de Okinawa como escenario de una de las últimas batallas de la Segunda Guerra Mundial. La guerra del Pacífico diezmó a la cuarta parte de la población, cuando las islas fueron usadas de muralla defensiva para las islas mayores. Luego, el ejército norteamericano desfiló por Naha, la capital de Okinawa, y las gestionó desde 1945. Entonces, cuando todo devenía en decadencia y ruina, numerosos okinawenses, en plena conversión en japoneses, se marcharon lejos. En 1908 desembarcaron en la Argentina los dos primeros exploradores de Okinawa que abrieron las puertas a una colectividad de más de 25 mil personas. Pero las puertas ya estaban abiertas, en Perú. Se trató de la primera emigración japonesa a América Latina. En 1899 llegaron a Perú los primeros trabajadores japoneses que huían de la depresión económica de su país luego de la guerra con China. En los Estados Unidos, donde los japoneses habían trabajado en California y en Hawaii, el sentimiento antiasiático reinante desde fines del siglo XIX los disparó hacia el sur.
Así como todos los árabes, en Sudamérica, son turcos, todos los orientales son chinos. A los ojos del ciudadano peruano y a los ojos de las estadísticas nacionales, los okinawenses fueron rápidamente clasificados como “japoneses”. En la Argentina se resumió todo en “tintoreros”, uno de los oficios con más tradición entre los inmigrantes de Japón. En Perú, aún cuando es conocida la presencia de los okinawenses, es común creer que lo que los separa de los japoneses es una simple diferencia regional, como a un patagónico de un porteño. Eso le da un peculiar acento a su marginalidad: son doblemente marginales. Aun cuando en Perú los okinawenses y sus sucesores superan numéricamente a los japoneses, es la esfera de los japoneses la que prevalece en lo social y en lo político.
Ser un japonés o un okinawense está socialmente marcado en Perú, ser un “latino” en Japón, de igual forma. Así como era “okinawense” y “japonés” en Perú, ahora se es “peruano” y “latinoamericano” en Japón. 


El robot gigante como posible mundo nuevo

Con el nacimiento del mecha, una formidable máquina que protege a los débiles, aquel lema presente en el primer animé, tiene un delicado giro: el fuerte sigue hostigando al pequeño, como el mono hostigaba al cangrejo, pero ahora el pequeño está al mando y pilotea a un fuerte. Mientras Japón se recuperaba de la guerra, el mangaka Mitsuteru Yokoyama, padre del género mecha, imaginó una audiencia sedienta de un mensaje alentador y se ocupó seriamente de ese giro. Cuando diseñó a Tetsujin, el mensaje fue sencillo: un colosal robot justiciero operado a control remoto por un generoso niño ampara a los más débiles. En 1958 se publicó el manga Tetsujin 28-gō, que fue llevado a la televisión en octubre de 1963, el mismo año en que salió el popular Tetsuwan Atomu, que tal vez se le adelantó por unos meses. Tetsujin, además de ser una de las dos primeras series de animé, es el primer mecha, el padre de Mazinger Z y todos los que aparecieron durante los años 70. En 1979, ya consolidadas las series animé, aparece Mobile Suite Gundam, de Yoshuyuki Tomino, sin la cual, acaso, no hubiéramos conocido a Macross. Neon Genesis Evangelion, a veces no considerado un mecha, es un evidente adelanto del género, el más completo y mejor logrado. Es un desmantelamiento del estereotipo del mecha, casi agotado, y también un viraje fatal a la ilusión de Yokoyama a finales de los 50s. En Escaflowne vemos otra inversión del mecha tradicional, que nos muestra que, a pesar del tiempo y de las imaginables limitaciones, no es el género de animé más fácil de desgastar.
Desde el rollizo Tetsujin hasta los esbeltos EVAs, el mecha ha mostrando distintas potencias que residían en elementos ajenos al animé y a la visión japonesa del mundo, ajenos y a la vez propios. El samurai desapareció, para volver bajo las formas más caprichosas; el robot gigante apareció para revelar que siempre había estado escondido.



Con el animé se funda una diferencia, no una identidad. En él se aloja un Japón que se vuelve diferente permanentemente, pero no como idéntico a si mismo, sino formando mundos inagotablemente distintos a los que habita. Los Varitech, de Macross, son vehículos militares que se convierten en maquinas humanoides especiales para la batalla espacial; Mazinger, un hallazgo en las islas del Egeo, una conjetura sobre edades de prodigioso armamento en la Grecia clásica.; los EVAs, descomunales robots orgánicos, en un ambigua biósfera compuesta de cabalística y de arcanos cristianos apócrifos. Las tres son opciones del afuera, un afuera que es tomado sin ofuscación, con la intuición de que hay un Japón abierto, un Japón al borde de Japón.


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jueves, 25 de febrero de 2016

El samurai como ausencia


La figura del samurai, primero de formas trágicas y, más tarde, como personaje de acción, agresivo, sombrío, rencoroso, solitario, modesto y psicológicamente golpeado, fue divulgada por la obra del notorio cineasta Akira Kurosawa quien presentó la muerte y la violencia como el talante vital de la epopeya samurai. En la década de los primeros animé le fue encargado a Sumikazu Kouchi, un mangaka1 con vocación política, Hekonai Hanawa y su nueva espada, un filme corto que tenía por protagonista a un samurai.




Estas sutiles disonancias poéticas en el retrato del samurai son más perceptibles al conocer la suerte de estos durante la Restauración Meiji, cuando sus privilegios declinan sin posible vuelta atrás hasta la muerte oficial del último de ellos, Saigō Takamori. No había nada peor para un samurai sin castillo y sin tierra que la Era Meiji. Las armas están prohibidas, la gente se viste a la europea, la técnica occidental se propaga como una infección, los principios de Bushidō son infringidos en cada esquina: un mundo inaguantable para un temperamento como el de Takeda Sokaku. Si Saigō Takamori fue el último representante de la clase samurai, Takeda fue el último en renunciar al legado, en 1946, cuando muere a sus 84 años.
Vivir hasta esa época, en un mundo en vertiginoso y confuso cambio, obstinado en vestir el traje ancestral con las insignias familiares y los sables ocultos, doblando sutilmente las esquinas con el guiño invariable de la muerte en las espaldas, como pasara Takeda toda su vida adulta, tuvo que ser una sugestiva fuente de inspiración para la cultura visual de esa mitad del siglo. El samurai pasaría a ser una memoria o una apariencia ausente, pero a la vez sería una referencia constante y oscura en la obra de los cineastas, mangakas y animadores hasta el siglo XXI. Parte de la tripulación del Yamato, sin tratarse de una serie de samuráis, fue bautizada con nombres de miembros del Shinsengumi2: Hajime, Yamanami, Hijikata, Tōdō, Okita, Yamazaki. Un modelo de curioso sincretismo es la serie Samurai Champloo, que liga reseñas del shogunato Tokugawa con ironías sobre el letargo occidental de Asia, representado con el hip-hop, el graffiti y cierta estética urbana de los héroes.
Si al hablar del animé estamos narrando la historia de sólo otra técnica de animación o la de una verdadera filosofía de lo visual, no es un tema que podamos resolver ahora, tampoco el de si en su temática se puede vislumbrar la actual identidad japonesa. La idea, acaso, sea la de evitar una forzosa búsqueda de identidades japonesas en lo tradicional, para buscarlas en lo extraño, en lo excepcional, en lo incomodo, en lo anormal, en lo inestable o, por qué no, jamás buscar identidad alguna para no meternos en el problema irresoluble de colisionar con una realidad cultural infinitamente variable y múltiple. En todo caso, intentemos ver en el animé, desde la salida de Mazinger, una noción más original que la del samurai, la del mecha: el robot gigante, o robots gigantes que, que en algunos casos, han sido samuráis gigantes mecánicos.

1 Dibujante y redactor de manga, el comic japonés.
2 Era una fuerza de policía especial del último período del shogunato.



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La batalla del samurai y el robot gigante


"A pesar de que todo el planeta esté cubierto por galerías comerciales y por
luces electrónicas que giran vertiginosamente, este futuro inmediato
no está, todavía, tan informatizado como para hacer desaparecer a
pueblos y naciones... En un rincón de Asia existe un extraño
amasijo de empresas: Japón..."


Shirow Masamune -Ghost in the Shell.


  La identidad en el vacío: un Japón al borde de Japón.
 


Cada vez que nos embarcamos en la sospechosa empresa de buscar el ser nacional, caemos en una también sospechosa condescendencia con la tradición, con la tierra, con el presunto color local de un país, como si un pueblo abrigara en su interior solamente a un pueblo. Al salir a la busca de la identidad japonesa nos estrellamos sin remedio con esas ficciones. Japón, una tierra donde es difícil apearse. Porque ¿dónde está Japón finalmente? En el Pacífico, ciertamente, en el más extremo oriente. Pero ¿dónde más? Ése, a lo mejor, sea el lugar de Japón en el mundo, pero ¿no podríamos preguntarnos por un lugar fuera del mundo para Japón?
En 1862 empieza la accidentada reconstrucción Meiji1 que concluye en 1912. Poco después, en 1917, aparece una breve película de animación de Seitaro Kitayama basada en la célebre fábula local Saru Kani Gassen2. Se trata de un cuento infantil tradicional, muy estimado por los niños, quizás por contar la victoriosa cruzada de unas pequeñas criaturas contra un mal mono que le había quitado sus frutas mágicas a un cangrejo: un primer acuerdo entre el animé infantil y la recurrente trama de los pequeños que derrotan a los grandes.



La animación japonesa, no obstante, tiene un brevísimo antecedente a este cortometraje. Se trata de un filme de apenas tres segundos, de 1907, en el que un niño marinero saluda al público quitándose el sombrero. El animé, sin embargo, no es un producto del declive medieval de Japón. Ciertamente, se trata de un disparate tentador, pero del que debemos alejarnos, aún cuando en esos primeros años del siglo, el país intentara todavía egresar de su largo pasado señorial y ya se asomara un tímido primer trazado del género. Hasta cerca de la década del 30 la animación japonesa no tenía la forma contemporánea del animé que conocemos. Por esta época Kenzō Masaoka, considerado en padre del animé, logra renombre mundial con Chikara to Onna no Yononaka, el primer animé con sonido. Un filme notoriamente propagandístico inaugura, en medio de la Segunda Guerra Mundial, el primero de los largometrajes: Momotarō no umiwashi3, encomendado por el Ministerio de la Marina a Mitsuyo Seo. Mientras tanto, las series se hicieron esperar hasta la salida de Tetsuwan Atomu4 en 1963 y fue recién en 1974, con la celebrada Uchū Senkan Yamato 5, cuando el animé se convirtió en un fenómeno a escala mundial.


1 Etapa de apertura y modernización de Japón asiática bajo el patrocinio de naciones de Occidente.
2 La batalla del mono y el cangrejo
3 Las Águilas marinas de Momotarō
4 Realizado por Ozamu Tezuca, este animé se difundió en occidente como Astroboy.
5 Conocida como Space Battleship Yamato (Crucero Espacial Yamato).


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miércoles, 24 de febrero de 2016

La ciudad modelo



El Grande Arche se construyó en 1989 en el distrito financiero de La Défense, manifestando el consenso de mantener la ciudad a una estatura discreta. El monumento de 110 metros de altura que celebra el segundo centenario de la Revolución Francesa, está ubicado en línea recta cruzando la plaza del Arco del Triunfo y es uno de los proyectos más notorios realizados recientemente por el gobierno francés. Luego de que el fiasco de la inoportuna obra de un rascacielos en pleno París haussmaniano hiciera que los constructores renunciaran para siempre a esa clase de proyectos, la ciudad pudo renovar esa presencia que le da la autoridad de ser la más clásica y la más moderna sin caer en torpes ataques a su propio lenguaje. La Défense es un moderno barrio de negocios situado al oeste de París, como prolongación del eje histórico que comienza en el Louvre y sigue por Champs Elysées. Está compuesto de audaces torres de oficinas, unidas por 31 hectáreas de explanada para el uso de caminantes. Los jardines colgantes y las obras de arte le dan el aspecto de un museo al aire libre dentro del área comercial más importante de Europa.
Como la capital de la moda desde el siglo XVIII, París tuvo el rasgo principal de concentrar la novedad, de ser un centro de gravedad creador de una industria de las tendencias. El resultado final de los trabajos de Haussmann fue poner de moda a la ciudad; el baluarte de la torre Eiffel, inseparable del perfil parisino, fue la conclusión de la serie de arreglos que hizo en París durante 20 años para darle el semblante actual. La torre Eiffel no sólo puso punto final al laberinto de la antigua urbe -hoy podríamos sospechar que es más fácil perderse en las cercanías del asombroso monumento que internándose en la intrincada ciudad- además, logró que la sede de la Exposición de mercancías se vuelva mercancía y que la sede ancestral de la moda se vuelva ella misma moda, de un solo golpe, como si edificándola encintaran el paquete en el que ofrecían la nueva ciudad, poniéndola a disposición de un público más indolente: el carácter tan especial de esa oferta la hizo accesible al viajero común: su destino no podía ser otro que el de devenir en una ciudad de moda.
Durante los últimos 100 años París ha conservado el rango de la ciudad más visitada del mundo. Pero para que del visitante nazca el turista, es preciso que la travesía del viaje sea expiada de todo lo que tiene de peligroso y de incierto: el turista es un viajero de aventuras, pero sin aventuras. Los mayores destinos turísticos siempre se han ocupado de brindarse en amables paquetes, en ellos no está contenido el extraviarse, ni el ser asaltado, ni ser devorado por fieras salvajes. Imagino que por eso hoy le damos el nombre de turismo, que viene de tour, una expresión francesa para designar una forma muy especial de viaje, que no es viaje sino circuito, vuelta: el viaje con el itinerario envasado. No parece casual que la expresión sea francesa, tampoco que los franceses pensaran en esa forma tan especial de viaje que es el tour.


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La campiña de mampostería

“La tapa de una caja sana cuyo borde no estaría abollado, una tapa
así no debería tener otro deseo que encontrarse sobre su caja”

Rainer María Rilke -Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.


En un curioso efecto de fractal, que sin ningún tipo de casualidad intimidó por momentos a Baudelaire, la sede de la exhibición de mercancías más grande del mundo, se vuelve ella misma una mercancía: París no sólo había sido capaz de convertirse en un tipo muy especial de mercancía dentro de la cual residían otras mercancías, sino que, en el mismo movimiento había pasado de ser el centro de gravitación de la moda a ser una moda propiamente dicha. Ese segundo pasaje, vinculado con la novedosa posibilidad de ver a la ciudad en una vidriera o un stand, no tardó en volverse posibilidad de llevarse la ciudad como souvenir. Es curioso notar cómo la ciudad francesa terminó desplazando, a principios del siglo XX, a la concurrida Venecia como ciudad de visita obligada sin que se haya producido ninguna variación hasta hoy. A diferencia de otras metrópolis de la moda, París, sin más remedio, se desarrolló como una ciudad de moda cosmopolita, una especie de capital del planeta en esa clase de asuntos.
Aterradora y fascinante a la vez, la ciudad fue cobrando vida propia, moviéndose por sí misma, ajena a la voluntad de sus habitantes, resolviendo su propia providencia, como si el hormiguear constante en sus resquicios fuera una torpe ilusión y ella misma controlara a los urbanistas, arquitectos y albañiles para mutar. Una especie de monstruo gigante en aparente inmovilidad, pero con tanta agilidad como la tapa que rueda lejos de la caja, lejos de su función deseada, y resuelve ser una amenaza para los hombres, pero un bien para ella misma: una ciudad así, tal vez sólo exigía el mecanismo de un corazón, de un pulmón, de un motor de vida que la despertara: en París puede haber sido la gran torre, llegada tardíamente, pero que empezó a latir en el centro de la ciudad y, con ella, toda la ciudad.
El esperado reencuentro del urbanismo con la política durante el siglo XIX fue visto como soplo reparador que reunía las piezas dispersas del entramado urbano. Desde esta perspectiva, el urbanista volvía a encontrarse con el arquitecto: la ciudad le daba una forma concluyente a un concepto. Basta con evocar el abrumador campo de escombros en el que se había convertido París en tiempos de Haussmann, las áreas enteras convertidas en parajes marcados, o los antiguos jardines reformados sin compasión en plazas, para entender de qué se trataba la serie de cálculos que se operaba sobre el medio ambiente de la época.


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Exposición Universal y paisaje de albañilería

“Se fue el viejo París (De una ciudad la forma
ay, cambia más de prisa que un corazón mortal.)”


Charles Baudelaire –El cisne.



En una ciudad, como dijo de Walter Benjamin, uno también debe aprender a perderse; es una tarea tanto o más ardua que saber orientarse en ella. Dar con el distrito donde las calles se enredan, donde los letreros son traicioneros, perderse en un laberinto de edificios, fábricas, palacios y veredas, ver espejismos de lugares conocidos bajo la consternación y el despecho de creer haber encontrado a la distancia un puesto de avanzada que nos lleve de regreso al camino familiar: un trabajo mucho más adecuado para los niños y para los olvidados viajeros en busca de aventura de otras épocas que para el turista típico del siglo XXI, a quien la ciudad le es ofrecida en un envoltorio de encomienda listo para ser abierto. La principal mercancía exhibida en la Exposición Universal de 1889, en París, fue la ciudad misma. No puede parecernos ocasional el reproche y la duda de algunos artistas de la época hacia el símbolo de la Exposición: la Torre Eiffel. Esta no sólo remataba la ciudad, cómo un disparo final de las reformas de Haussmann al París medieval, celebrando el estreno de una referencia visible desde cualquier pasadizo de la ciudad, sino que la hacía consumible con sólo echar una mirada, igual que el resto de las mercancías exhibidas.



Los agudos contrastes de la trama parisina son un modelo de reglas y excepciones, de reglas que son excepcionales y de excepciones que se vuelven reglas. Los panoramas que nos ofrece Charles Baudelaire, tanto en su poesía como en sus reseñas, descubren a esta ciudad inquietando a un espíritu atento y conciente. Describe, cargando la pesada ironía del recuerdo, un nuevo paisaje en el que los andamios dominan el horizonte y los viejos barrios. El poeta parisino presenció la Exposición Universal de 1856 y, tal como se puede entrever en su reseña sobre esa visita, no fue un hecho que se le haya pasado por alto. La conmoción del exilio se asoma de su mirada de los terrenos más familiares, como el Louvre, y lo reúne con el forastero y el desterrado, con los cautivos que añoran la patria remota. París, en finas partículas, se cuela entre los dedos de los que atesoran su vieja figura. Siempre se mantiene al borde de la transgresión de sus propios principios; el viejo París muere y surgen extranjeros nacidos entre sus muros medievales, que apenas vivirán para ver como florece una ciudad nueva. Podría decirse que ese riesgo latente de desobediencia es la parte más esencial de sus principios.


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martes, 23 de febrero de 2016

Teoría III: Buenos Aires, el mejor lugar para volverse pirata


Buenos Aires nació fatalmente como puerto sobre el Plata y creció bajo el inflexible código del mercantilismo y del contrabando. La picardía hispana cobró la renovada forma de viveza y de improvisación. Los enormes huecos que, como parte del hábito nacional, siempre lucieron las instituciones, fueron rellenados oportuna y hábilmente por hombres oportunistas y hábiles. Ese talante local también pudo observarse durante las horas de nieve.
Media hora después de empezar a nevar podíamos ver a algún tipo haciendo rodar una pequeña bolita de nieve por el césped del jardín del Parlamento. Minutos después, había formado una bola de tamaño apto para, a fuerza de mañas, fabricar un muñeco de nieve, compuesto de un 30 % de nieve y un 70 % de barro, cascotes y cualquier otra sustancia dispersa en el piso el jardín. Durante la media hora posterior podrá vérselo cercado de niños y de padres insensatos a los que le estará exponiendo el procedimiento mediante el cual se elaboran los muñecos de nieve. Una hora después, no será raro verlo cobrando cinco pesos para dar clases de cómo hacer muñecos de nieve.
Algo, no sé qué, un prejuicio, una perversidad, algo a lo que uno querría oponerse para no sentirse un vulgar censor, un prejuicio completamente atinado, nos indicaba, desde el momento en que el hombre amasaba la bolita de nieve primigenia, que podía estar preparando un negocio, uno completamente oportuno para la ocasión, que podía haber pensado “si no aprovecho ahora la ganga de los muñecos de nieve ¿cuándo lo voy a hacer?”. ¿Es un prejuicio temer que el rioplatense es un sujeto pragmático y materialista, capaz de aprovechar una fortuita nevada para hacer negocios? Tal vez lo sea pensar que hay clientes de sobra, que los pelotones que se reunían en torno al muñeco levantado por el hipotético mercader para tomarse fotos con él no son prueba suficiente.
Por la mañana, el sol asomó con retraída impunidad. Por más que luchaba por recordar lo de la nieve, todo había sido olvidado; imagino que a todos les había pasado lo mismo; nos derretíamos, fluíamos hacia los desagües de la ciudad. A nadie le gusta el frío, pensé, mientras recordaba algo de la noche: escenas aisladas de muchachos que tomaban fotos de sí mismos, tapando el paisaje de la ciudad nevada; tomaban sus propias caras estrujadas, sonrientes, como si pretendieran relatar la foto en un futuro, diciendo “la sonrisa era porque había nieve”.

Teoría II: una esquina para cada experto




El argentino heredó el entusiasmo hispano, pero lo transformó en una especie de nerviosismo lunático sentimental. Transplantado el español en el ambiente desolado del llano rioplatense, encontró un espacio interminable para expandir el ánimo montaraz que hibernaba en él. El criollo, efecto de este transplante, retrocedió un poco con respecto a sus parientes europeos, tornándose más realista, utilitario y terrenal; consecuencias del mundo inmediato: pastos, vacas y cielo. La necesidad de entender los elementos estimulaba la sagacidad y el juicio empírico de la realidad próxima. De estas condiciones procede una de las manías locales más exclusivas: la de pronunciarse como un experto en todo. El argentino desplegó pericias, que a muchas personas lleva años de indagación, en la mesa de bares o en otro sitio propicio de estas latitudes: las esquinas.
Puede que haya nevado hace noventa años, pero si lo que uno quiere es hallar un experto en nieve no será arduo dar con uno por cada esquina que tenga la ciudad. Cuando acometía el segundo descenso pude asistir a diferentes lecciones en materia de nieve que se dictaban en las esquinas, pero era preciso aligerar el oído para no traspasar la esquina antes de las conclusiones. “Yo te explico”, se escuchaba al cruzar una calle, “la nieve no se acumula en el cordón de la vereda porque…” y la hipótesis se silenciaba a medida que trepábamos la vereda, hasta que al llegar a la siguiente esquina volvíamos a escuchar “¿ves? cuando está por nevar las nubes se ponen blancas y brillantes porque…”.
Fue espeluznante descubrir que este tipo de eventos tan infrecuentes es apto para despertar ese germen tan insufrible en cualquier espíritu que camine por ahí, aún en humanos orgullosos de su moderación; como yo, que en un momento me atrapé discurriendo sobre la presión atmosférica como el más adiestrado de los meteorólogos, un asunto sobre el que jamás he reflexionado, ni leído una sola página.


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Teoría I: porteño desconcertado: la nieve no es tan suave



El camino que conducía de plaza San Martín a plaza Moreno parecía un encaramado sendero de ripios, descendiendo dantescamente hacía círculos profundos, donde el proceder humano se volvía, en cada ladera, más irritante. Alcanzar la catedral fue como despeñarse hasta un frío valle de trivialidades. Los que no habían optado por ver la nieve en la televisión, estaban haciendo con la nieve lo que alguna vez la televisión les dijo que hicieran. Incautos padres instruían a los niños en arrojarse bolas de nieve, que ocasionaban llamativos hematomas. Se me ocurrió entonces que el rioplatense medio, el que no ha tenido ocasión de vacacionar en las montañas, apenas ha visto la nieve en los filmes de navidad norteamericanos. Al jugar a arrojarse nieve, pocos se demoraban más de un instante en notar que estaban lanzando masas de hielo apelmazado y no copos de algodón, como les parecía haber visto en las películas: ese desacierto hizo que algunos volvieran a casa en ambulancia. Mientras mis conciudadanos aprendían esa útil lección, eché un último vistazo en los contornos de la catedral y comencé a escalar las esferas infernales de regreso.

Nieves rioplatenses: Tres teorías sobre el derretimiento del ser nacional

“Se puede ir a la Argentina para todo con tal que no sea para nada”

Josè Ortega y Gasset –El espectador.

 

Una vez, poco después de haberme radicado en La Plata, vi en la vidriera de una agencia de turismo, una fotografía de colores sepia que mostraba a Plaza Moreno y a una catedral a medio construir tapadas por una pálida cubierta. “Nieve”, pensé, acertadamente, “nieve en La Plata”. La foto databa de casi un siglo atrás, de la nevada de 1918. Un breve texto apuntaba “la única que se recuerda en la ciudad de La Plata”, razonable y a la vez redundante: la ciudad apenas estaba brotando en ese entonces. El pasado 9 de julio, cuando salí a la calle a eso de las cinco de la tarde, pensé lo mismo: “nieve”, me dije, acaso en voz alta, mientras miraba por las ventanas cómo la gente de la ciudad veía nevar en la televisión. Las noticias llegaban de varios lugares del país, de lugares donde la nieve era noticia, no desde las montañas ni desde el sur, sino de Rosario o de ciudades de la provincia de Buenos Aires, lo que objetaba la eventualidad de una maniobra del gobernador de la provincia para ganar votos en la elecciones bajo el lema: “nieve para todos en el aniversario de la Independencia”.
Se trataba de nieve real, de la que han visto los egresados del bachillerato en su viaje de fin de curso a Bariloche o de la que hemos visto todos en las películas y en los dibujos animados. Al anochecer, la nevada se volvió súbitamente copiosa. Salí a la calle, por casualidad, y me encontré con un panorama de otras latitudes. Sin pensarlo detuve un taxi en medio de la Avenida 7 y lo insté con romántica violencia a que me condujera rápidamente a Plaza Moreno. Abrigaba una idea completamente inexacta: la catedral neogótica, la plaza de trazo francés llena de coníferas y de tilos deshojados, el Palacio Municipal de estilo renacentista alemán, todo eso arrebatado por la nevisca, por las renovadas fuerzas de un temporal propio de otras tierras; debía encontrar allí un país puro, cubierto de hielo. Esperaba encontrarlo, resueltamente equivocado, a diez cuadras de mi casa.
La ilusión se desvaneció con la presteza con que los copos de nieve se disolvían al tocar el acuoso asfalto. Parodiando el modelo de las películas navideñas norteamericanas o de los viajes de egresados, toda la ciudad se hallaba retozando en el rectángulo de la plaza.



lunes, 22 de febrero de 2016

The vigilant planets: Review about the exposition "El Tarot, Los arcanos mayores " by Francisco Urquizo Cuesta

“Here is Belladonna, The Lady of the Rocks, The lady of situations.
Here is the man with three staves, and here the Wheel,
And here is the one-eyed merchant, and this card,
Which is blank, is something he carries on his back,
Which I am forbidden to see. I do not find
The Hanged Man. Fear death by water.”

Thomas Stearn Eliot –The Wasted Land.


To become machine, to become mineral, to become caveman, to become and not to remember; to become, not to represent, machine, mineral or caveman. Such is the purpose of Francisco Urquizo Cuesta —who has recreated admirably the perplexity of the archaic man— in his exhibition titled "Tarot" which rather is an objection to ancient Tarot. To become cyclops, to become menhirs, to become sunflower. Not to remember that sometime we were those things, neither that we could have been it: to be it now. Not to remember but, in any case, to become reminiscence.


A man, alone, in the cold of a wasteland night, tired, starving and, perhaps, even deprived of conscience of his former existence, wants to know if his work is properly completed —a work that is a granitic matter still supple, which threatens to produce future, irremediable solidity. Who could judge the well finished work of an isolated man, deprived of reason and criterion? His work he can't behold, the darkness of the night forbids it to his carnal eyes, nobody can see it, due to his insurmountable retirement, and in the middle of this solitude he listens to a cold creak— the planets moving above his head, squeaking as if they were changing their position in the platforms of the skies, to better contemplate whats happening below, in the inhospitable plain. Then it seems as if he's having an inaugural reminiscence, an unclear memory, a first confusion.


These paintings possibly have some kind of megalithic memory, echoing from a past so remote that it asks not to be evoked —as if they had been painted by someone who returned to his caveman past, times of the world in which the roughness and the uncertainty conjugated, so the man, deprived of the grace of the artifice, had to strain to get a glimpse of destiny in the coarsest things, in the bare rock, in the water, in the broken egg of the bird or the debilitated reptile, in the mane tangled in the thistle, in the dry, cracked femur at the bottom of the crag, in the black cloud, in the gale.


In the Tarot painted by Urquizo there's no longer a future to incarnate, because is evident that everything is made of the same substance, everything is linked like the underground little roots that spread on vast surfaces in which, regardless of how much they expand, always a filament will join the most distant fiber with the first one. Like Proust, who does not remind Venice but himself becomes a reminding of Venice, he shows that this common material expires, and then gods appear instead of Destiny, and gods no longer speak of Destiny but of Eternity, in which this profuse mass that forms the bird, the forest, the beggar or the king becomes insignificant. In the troglodyte wielding a sharp-pointed bone resided the kernel of today's Urquizo, slept his potential work; a providential contingency, a fortuitous encounter in this rhizome in which both resided, was barely enough for the caveman to create, in Urquizo, Urquizo's painting.


The creaking of the stars, of their secret gears, becomes increasingly audible and frightening in the silent night. Then, the man in the wasteland, in blind isolation, senses the gods showing themselves. He begins to comprehend his own work, which he made with his own hands and the darkness had concealed from him: the stars are examining it, judging it from the highest points. He is aware of this; so then, frightened, he tries to improve his work, in the dark, so the stars won't be offended by the blemish, to make it worthy of them. However, this attempt to improve his work ends up being an expression of his worry for the future, and he fails to see that, in the eyes of the gods, such a worry is a fault.


That's why in the Tarot, in Urquizo's paintbrush, there no longer are arcane secrets; there's no mystery in the enigmatic hanged man, without his upset smile nor his transom of timbered logs. Now he’s hanging from the stone, he himself is stone, he himself is chariot or emperor or devil. In Urquizo Cuesta's series, the Destiny, which the fearful human look would decipher in the ancient Tarot, yields to the legitimacy of the entropy, of the primigenial disorder. There is no destiny, instead there is mutability. There are no secrets but caducity. We will not find the future of man, but returns to the beginnings, Samsara's endless chain. The hermit fuses with the desert, in Urquizo's work, as well as the magician makes of his own hand a magic prodigy. The arcane secrets turn into truth, accuracy; what to us means long lapses, entire epochs, worlds, galaxies, to the vigilant gods it is but a blink; what to us is a water drop, to the gods is the Cosmos; what to us is the stout Destiny, the embrace of perpetual Death, to them it is Eternity.