miércoles, 25 de enero de 2017

El espacio liso de los paleocristianos

Los primeros cristianos acarreaban consigo un principio que podía ser llevado a cualquier parte, era portátil. Pudo ser llevado del desierto a las catacumbas, a las cuevas en las montañas sin sufrir un rasguño, pero no sobrevivió al abrigo de la basílica.
¿Resulta este un ejemplo ilustrativo para hablar de un tipo de arquitectura que fue capaz de interrumpir un impulso? Las cavernas, el desierto, los escondites subterráneos, eran las grietas por donde el cristianismo antiguo se escurría del cuadriculado imperial, eran su campo liso. Sólo bastó entrar en la cálida y rectangular basílica para quedar atrapado, descubierto para siempre bajo el ojo del Estado.

martes, 5 de julio de 2016

El juguete sagrado o el ídolo a medio profanar

“La pregunta ¿dónde está la cosa? es inseparable de la pregunta 
¿dónde está el hombre? Como el fetiche, como el juguete, las cosas no 
están propiamente en ningún sitio, porque su lugar se sitúa más acá
 de los objetos y más allá del hombre en una zona que no es ya ni objetiva
 ni subjetiva, ni personal ni impersonal, ni material ni inmaterial, sino 
donde nos encontramos de improviso delante de esa x en 
apariencia tan simple: el hombre, la cosa.”

Giorgio Agamben –Estancias

Desde el siglo III se comienza a erigir y a difundirse una colección de imágenes cristianas, identificadas con personajes y motivos vigentes en el arte romano. Las modificaciones operadas en la imagen de Cristo, nos indican que existen múltiples fuentes de esa imagen y su significación cambió de acuerdo con la historia del catolicismo.
La catedral de Chartres ofrece un buen ejemplo de reminiscencia pagana o, si se lo prefiere, de cierto sincretismo iconográfico. Su arquitectura muestra diversas expresiones difíciles de inscribir dentro la tradición del cristianismo primitivo: signos zodiacales, un escarabajo con rostro humano, escenas de obras domésticas. Pero hablar del elemento pagano en el culto cristiano, después de su paso por Roma, puede resultar una verdadera redundancia.  Sin embargo, no deja de ser curiosa la presencia de cierto detalle en uno de sus vitrales: un orificio en el ventanal deja pasar, un mediodía durante el solsticio de invierno, un rayo de sol que, reflejándose en el botón de bronce colocado en un lugar calculado del piso, devuelve la luz sobre el vitral proyectándola sobre la imagen de san Apollinaire, un recuerdo cristiano del dios Apolo, según algunos criterios.
¿Qué le dio al catolicismo medieval ese carácter tan destacadamente figurado? El cristianismo romano hubiera carecido de la carga de alegoría con la que hoy lo conocemos si no hubiera sido atravesado por el enfoque medieval: una visión del mundo siempre en fuga, pero capturada, queriendo ser halagada por estampas de mundos alternativos. El catolicismo, por su herencia romana, se constituyó, a pesar de lo que suele pensarse, en una religión práctica, es decir, en una que aspiraba a ordenar este mundo. 
El cristianismo originario se vio en problemas para hacerle comprender al feligrés pagano, pensamientos como el de un Dios único y trino, el significado de las cosas sin el signo aprensible. Pasó algún tiempo hasta que se realizó la conocida fusión del culto domestico gentil, que operaba trayendo al dios a la tierra, y un cristianismo dispuesto a mutar para  brotar en el mundo. Podría decirse que fue una fusión que nunca dejó de realizarse. Para el romano, Cristo se volvía asible tallado en la cruz, con una apariencia greco-latina y rodeado de un cortejo de pequeños dioses, del mismo modo en que se volvía aceptable para otros pueblos asociándolo a alguna deidad femenina .
La imagen necesita códigos que sirvan para legitimar su originalidad, la originalidad del ídolo como dios, una especie de mecanismo para el olvido y el nuevo retorno. La alegoría, como dice Benjamin, significa el no ser de lo que ella representa. El tallado de una imagen responde al endurecimiento de una pasión que encontró una forma de enunciarse en la efigie. La consagración de un objeto puede ser pensada como ese enamoramiento en el que caían los pintores melancólicos del Renacimiento con respecto a sus obras: la obra que pasa a ser objeto de amor a través de esa contemplación sería el ídolo consagrado, apartado de los objetos profanos, para el idólatra. Pero ¿cómo ocurre el hecho de que un objeto se presente como si tuviera una vida propia?
El problema del idólatra no dejará de ser el de quien, mientras esté frente a la imagen y la conciba como tal, no logrará alcanzar al dios. Logrará remediarlo cuando quebrante el estatuto del objeto, se libere de la represión “que se ejerce sobre los objetos fijando las normas de su uso”   y vea en ella la presencia de la divinidad. El símbolo como signo del dios que no se hace visiblemente presente ha sido, en culturas con dificultades para concebir lo invisible, el medio de ese imperioso afán de traer a los dioses hacía sí.  Cuando un pueblo no puede ir él mismo hacia sus dioses, cuando está demasiado anclado en la tierra, no tarda en reconocer a los dioses en diferentes objetos de la vida terrestre, el parecido del dios con un animal o con una tormenta. “Quién dijo ¡Dios es espíritu! Dio sobre la tierra el mayor de los pasos, el mayor de los saltos hacía la incredulidad”, como dice Nietzsche. 
El problema es que la alegoría se vacía, como dice Benjamin: entonces, el idólatra se vuelve hacia el ídolo, comienza a ignorar aquello que éste le señalaba, deja de entenderlo, lo olvida; no obstante, la imagen no deja de causarle impresión. Le ha dado, tal vez, un nuevo significado, la ha dotado de otro alma, se han presentado nuevas fantasías; tal vez la imagen, ella sola, ha cambiado de alma. Si algo persiste es la insistencia del devoto sobre la efigie de Cristo inerte,  pero se pregunta dónde está ¿En qué parte de la reliquia reside? No puede pensar la figura sin sentir perplejidad sobre aquello que ésta quiere señalar. Pero la imagen, vacía ya de su significado original, no deja recibir pleitesía. Al parecer, lo único que impide que esta religión, ejercida de este modo, termine profanada es la insistencia del idólatra por asir el meollo de la imagen. Acumula entonces rezos, plegarias, sacrificios, ofrendas, tal vez hasta acumule reproducciones interminables de la misma imagen, pero aquello que desea tomar sigue ausente. Tal vez lo que la mantiene en la esfera sagrada es que cada vez que se vacía de significado, el idólatra le encuentra otro,  probablemente porque la imagen sigue evocándole el mismo estado de ánimo, una especie de paramnesia. Pero es difícil imaginar a los bárbaros que menciona Gibbon tratando de capturar el corazón de una estatua
No hubo necesidad de esperar al Renacimiento para que el cristianismo recibiera sus primeras profanaciones a gran escala: la primera de todas, fue relativamente temprana, fue la de convertirlo en religión de estado, en Iglesia en el sentido estatal del término ¿Por qué la rebelión de los objetos comienza a incomodar tanto al hombre moderno? En otros tiempos los objetos también cobraban vida propia: esos casos eran tomados como hierofanías y la posible rebelión era conjurada.  La herencia más perdurable de Roma tal vez no haya sido su Derecho, ni la religión, ni siquiera su panorámica teleológica, sino el hálito que venía en cada uno de esos legados, el hálito del demonio meridiano. No es una sorpresa advertir en una cultura psicoanalizada y católica que la confesión se vuelva recurrente y generalizada; tampoco es una sorpresa encontrar al objeto ausente - la presencia de la ausencia-  en el mismo corazón de esa cultura. Ambas han posado su examen en el reflejo inapropiable del objeto por el que bregan: el rezo sería otra forma de coleccionar. 


[1] Foucault, Michel. “Los espacios otros”, revista Astrágalo, nº 7, septiembre de 1997

[1]El espejo es una utopía, porque es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la superficie, estoy allá, allá donde no estoy, especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me permite mirarme allá donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y tiene, sobre el lugar que ocupo, una especie de efecto de retorno; a partir del espejo me descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que me veo allá.”  Foucault, Michel. Op. cit.

[1]En Chartres se comienza a venerar la primera Virgen Negra se cuenta que antes de la conquista de Roma existía allí un bosque sagrado en el cual los celtas veneraban un ídolo femenino de la fertilidad tallado en madera negra. El Abad Clarevall, que dio la regla a la orden de los Templarios, no introdujo el culto a la virgen como "Madre de Cristo", la iglesia no reconocía ningún tipo de culto a ninguna feminidad. Está divulgada la versión de que lo que instauró fue el culto a la Madre, a la Tierra, de algunas culturas pre-cristianas.

[1]el ingreso de un objeto en la esfera del fetiche es cada vez màs el signo de una transgresión de la regla que asigna a cada cosa un uso apropiado” Agamben, Giorgio. “Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental”, Pre-textos,  Valencia, 2001. P 108

[1] El objeto se desentiende de su autor. La búsqueda infructuosa del dios en la imagen es la imposibilidad de verlos simultáneamente como objeto de factura humana y como residencia del espíritu del dios; el hecho de que el dios no se vuelva más asible por haberlo encarnado en un ídolo, la desesperación por hacerlo tangible, quedará resuelto cuando, estando frente a la imagen, se haya olvidado del origen del objeto y vea aquello que el signo señala y no lo que el signo es en lo inmediato, es decir, que vea al dios.

[1]Vale más adorar bajo esta forma que bajo ninguna” Nietzsche, Friedrich. “Asì hablò Zarathustra” Sarpe, Madrid. 1983

[1]Agamben, Giorgio, “Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia”, Adriana Hidalgo, Buenos Aires,   2004

[1]Tema recurrente en la literatura fantástica del siglo XIX. Un ejemplo son los relatos de Maupassant, “El Horlá” y “¡Quién sabe!”.

La heterotopía y las Islas de la Bendición

“El paraíso es el ultimo de los velos, pues los elegidos
para el paraíso, en él permanecerán, y los que allí queden
 no habitaran con Dios. Él es el que es: el velado”
Abud Yazid Bistami


 “Grifos y monstruos vigilan siempre los caminos de la salvación” ; estas palabras suenan como un pretexto perfecto para contemplar la salvación desde lejos. La idea de una Arcadia parece haber sido recurrente en casi todas las culturas: “En la Edad Media predominaba la idea de que el paraíso no estaría lejos del orbe, es decir, Jerusalem”.  Una vez más, se percibe la tendencia a ubicar algo de la esfera celeste en un plano terreno. La noción de paraíso, de algún modo, se fue haciendo terrena al punto de ser una imagen de uso perfectamente profano. 
El paraíso, tal como nos lo transmitió la Edad Media, es una utopía, más bien el paroxismo de la utopía. Figuras de la bienaventuranza en otros tiempos aluden a la forma de lugares apartados, como las Islas de la Bendición,  que recuerdan más a una heterotopía: un lugar dónde terminarían los que no deben estar entre nosotros, un lugar para los desviados, es decir, para los justos y los bienaventurados. El mundo subterráneo era igual: lugares inaccesibles, por lo excluyentes. En la Edad Media se conjuga esa insistencia en situarlo en un término geográfico al que no se puede acceder, por ejemplo, porque está guardado por ángeles armados, por serpientes o dragones, con una tendencia del espíritu, la vaguedad del espíritu que se asienta en un retroceso respecto a la vida, el miedo a la vida diaria, un hastío por vivir consolidado por la guerra y la amenaza constante, también por la ausencia de aspiraciones y de voluntad por mejorar el mundo dado y la desesperanza, bien fundada, en el porvenir: lo que aleja del terror es concebir ese paraíso en algún lugar; no necesariamente el poder transportarse a él, nada más pensarlo, añorarlo, tal vez, saberlo perdido, si es que se lo ubica en el tiempo, o inalcanzable.
La melancolía medieval se pronuncia en la esperanza de un próximo fin del mundo . Hay también un conjunto de idealizaciones que tienen la intención de alejar la mente del pánico y la consternación, es el caso de la cantidad de reinos de Jauja que se conjeturaron, no sólo a fines de la Edad Media, sino ya en plena edad de la Iluminación al ver que la Razón no hacía arribar a la humanidad a una renovación. La nostalgia de una vida más bella y el carácter utópico de la Edad Media se revelaban en las constantes evasiones hacía tiempos o lugares mejores; algo que vuelve a verse en plena edad de la razón, cuando Occidente empieza a buscar su paraíso perdido, una remota Edad de Oro, en las culturas de Oriente.
“La transmutación de la nueva Jerusalem, no es una vuelta a un pasado idílico, sino una proyección en un porvenir sin precedente”  La insistencia en la forma cuadrada de la ciudad representa a la Tierra, en lugar de la forma redonda que distinguía al paraíso terrenal: ya no es el cielo sobre la Tierra, sino la Tierra llevada al cielo: otro rasgo, tal vez el más completo, de la ilusión medieval. Esta nueva interpretación del Paraíso representa de mejor modo la directriz occidental hacía el futuro, esa consecuente arquitectura de los espejismos que parece haber acompañado al demonio del Mediodía en su larga procesión: ya no se trata de la huida acidiosa del religioso, el anhelo por tiempos en los que “se hablaba directamente con Dios”, sino de una teleología, una reflexión cuyo objeto final, su entelequia, es la instauración del mundo en el Cielo. 
Acerca de la “Edad de Oro” desperdiciada, Ovidio dice en las Metamorphosis : “Se encuentra una visión pesimista del mundo en una época cuyo periodo juvenil exento de pecado ya ha pasado y tiene que ceder el paso a una ‘edad de hierro’ que se caracteriza por una despiadada lucha por la existencia”. Es esa antigua proximidad con Dios, de la que suele hablar el mito, la antigua existencia de héroes, y un anhelo presente del retorno al paraíso, que Virgilio supo anunciar en su enigmática Égloga IV.
 Las Islas Blancas, la tierra de Mag Mon de los celtas o, más patentemente, el país de Jauja, “una de las frecuentes idealizaciones de los ‘buenos viejos tiempos’ frente a la desilusionada realidad” , no son figuras que se hayan extinguido con el declive de la Edad Media. Lo muestra de ese modo la cantidad de ejemplos que se pueden extraer del relato de los navegantes y los exploradores, del mismo modo que los delirios sobre el hallazgo de América. 
La profanación de la visión sagrada de la isla como morada de los dioses o lugar inaccesible para los inicuos, se operó mediante un giro progresivo de la isla a la condición de refugio. La elección de la isla en medio de la ignorancia y la agitación del mundo profano, así se lleva a cabo el pasaje a la secularidad de la isla. 
Podemos decir, del mismo modo que Agamben  y Lévi-Strauss, que el ritual integra el pasado remoto al presente, sincronizándolos. Sin embargo, si dijéramos que, a partir de algún momento, la tarea de Occidente no fue la de sincronizar el presente no con un pasado mítico, sino con un futuro improbable y evasivo, no haríamos más que referirnos, una vez más, al determinismo occidental: ese que lo que hace es transmitirse sin una sustancia que lo constituya; dado su no-lugar, se dirige siempre a otro lugar.
Hay una imagen del paraíso en el pasado, desdibujada, vuelta a formular bajo ánimos y situaciones diferentes. Hay también toda una gama de representaciones que han tratado de otorgarle familiaridad al más allá. “El espacio en el que vivimos”, dice Foucault, “que nos atrae hacia fuera de nosotros mismos, en el que se desarrolla precisamente la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos carcome y nos agrieta es en sí mismo también un espacio heterogéneo” . En respuesta a este espacio, en el que las cosas caducan, conocemos otros “lugares sin emplazamiento real”, como las utopías,  y lugares, que “son absolutamente otros que todos los emplazamientos que reflejan y de los que hablan”, las heterotopías. La experiencia intermedia estaría en el espejo.  
El idólatra adora el reflejo de la imagen del ídolo en su propio alma que actúa como espejo, lo que significa que, al igual que un espejo refleja la imagen sin poseerla, el idólatra no puede tomar la imagen que se refleja en su interior. Una topografía de los lugares más recurrentes en la historia de las civilizaciones de Occidente puede distinguir, primero que ninguno, el lugar ausente; el lugar que no tiene lugar, en el que, sin embargo se puede vivir; ciertamente, al precio de no estar ahí.

[1] Eliade, Mircea. “Tratado de historia de las religiones”.

[1] Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. Diccionario de los símbolos”, Herder, Barcelona 1993.  p 352
[1] La melancolía no sería tanto reacción regresiva ante la pérdida del objeto de amor, sino la capacidad fantasmatica de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.” Agamben, Giorgio, Op. Cit, p 53

[1] Chevalier, Jean y Gheerbrant, Alain. Op. Cit,  p 607

[1] Ovidio citado en Biedermann, Hans. “Diccionario de símbolos”, Paidós. Buenos Aires 1993.
[1] Biedermann, Hans. Op. Cit. p 250

[1] La narración de la exploración de Hernando Pizarro de marzo de 1533 por la región de Xauxa recuerda al siguiente pasaje: “Si se hablara hoy de la invención de América o del Nuevo Mundo, se designaría más bien el descubrimiento o la producción de nuevos modos de existencia, de nuevas formas de aprehender, de proyectar o de habitar el mundo pero no la creación o el descubrimiento de la existencia misma del territorio llamado América.” Derridà, Jacques. “Psyché: invenciones del otro”, AA. VV, Diseminario. La desconstrucción, otro descubrimiento de América, XYZ Editores, Montevideo, 1887.

[1] Agamben, Giorgio, “Infancia e historia: Destrucción de la experiencia y origen de la historia”. Adriana Hidalgo, Buenos Aires,   2004



sábado, 19 de marzo de 2016

El símbolo, la alegoría y la caída al vacío

¡Con qué fidelidad ha atrapado su imagen, como un humilde esclavo que devotamente manifiesta su devoción, un esclavo para el que ella tiene un gran valor, aunque él no tenga ningún valor para ella! ¡Puede agarrarla, pero no abrazarla!

Sören Kierkegaard –Diario de un seductor. 



Ese extenso y nebuloso periodo que corre entre el declive del gran imperio de Mediodía y el surgimiento del Humanismo, podría representarse como una fastuosa catedral gótica, emblema durante esa época del paraíso en la tierra, pero sin su portal de entrada; lo mismo que dice Agamben cuando se refiere a que no es la salvación lo que falta en la Edad Media, sino el camino que conduce a ella. La figura del acidioso encuentra en la del idólatra medieval a su compañero de fuga o, lo que sería casi lo mismo, el complemento para encontrar en la adoración de imágenes el portal de la inmensa catedral vedada.
Tanto la actitud del monje acidioso como la reverencia por los dioses representados en figuras esculpidas, nos habla de eso que Agamben llama “la perversión de una voluntad que quiere el objeto, pero no la vía que conduce a él y desea y yerra a la vez el camino hacia el propio deseo”1; o de esa propensión, en la que insiste Huizinga, a construir mundos ideales como forma de huir hacia los confines. Si el ídolo es una puerta hacía ese otro mundo deseado, podría decirse que el idólatra tiene cierta ventaja sobre el fraile acidioso, que tal vez en la Edad Media confluyen en la misma persona. Pero, entonces, si esa ventaja existe verdaderamente, es necesario que el ídolo sea algo más allá de lo que es en lo inmediato, como dice Kierkegaard,2 que haga referencia a algo que él mismo no es.

Por esa razón, la idea de que lo que proliferó en la práctica católica medieval fue la idolatría, sería objetada por la extendida tradición que dice que el simbolismo fue el principal órgano del pensamiento medieval. Sin embargo, otras culturas que han venerado a sus deidades a través de imágenes tendrían la misma oportunidad de apelar a que no fueron idólatras sino simbolistas. Tal vez sea necesario mostrar la diferencia entre aquellos cultos que adoraban a la imagen como residencia del dios y aquellos que adoraban al dios del que la imagen sería la señal, sólo una representación inspiradora. A simple vista, lo que se desarrolló en la Edad Media fue lo segundo; así lo determinaría el Concilio de Trento. Sin embargo, no es difícil encontrar hábitos en los que ambas formas se reúnen; formas que, en algunas ocasiones, se inclinarán a usos heredados del viejo paganismo romano o de ritos regionales y, en otras, hasta se enredarán con prácticas que trascendieron a la lucha por propagarse, tan propia de ciertos saberes de la época, como la cábala o la alquimia.
No obstante, Huizinga observa el ánimo general de este periodo como propenso a un exceso de representaciones, un exceso que, según el autor, “habría sido simplemente una desatada fantasmagoría, si cada figura, si cada imagen no hubiese tenido más o menos su puesto en el sistema general del pensamiento simbólico”.3

El simbolismo, sin embargo, desde el punto de vista del pensamiento causal, se presenta como un cortocircuito espiritual. “El pensamiento no busca la unión de dos cosas, recorriendo las escondidas sinuosidades de su conexión causal, sino que la encuentra súbitamente, por medio de un salto, no como una unión de causa y efecto, sino como una unión de sentido y finalidad.”4
Ese salto del pensamiento que une las cosas según una finalidad, es el ritmo respiratorio de la época, el modo de reaccionar de su aliento vital ante la forma teleologica del movimiento en general. “Ahora vemos por espejo, oscuramente”, se especulaba en la Edad Media, en medio de los pavores de la peste y las guerras. Ninguna cosa seria podía extinguirse en su función inmediata, en su forma de manifestarse. Entonces “ver por espejo” no podía significar otra cosa que una condensación del pensamiento en la imagen que, como observa Goethe5, determinó a toda esa época. No es simplemente una multiplicación de las hierofanías, siguiendo la idea de Eliade6, lo que hace posible el exceso de representaciones; es la cristalización de un estado del ánimo, que se perpetúa en esa plasmación, y constituye el tránsito a la alegoría y, así, al vaciamiento de sentido de la imagen.
“Ahora vemos por espejo, oscuramente”, decían, citando la carta de san Pablo, no obstante, cuando agregaban “pero entonces veremos cara a cara”, ese “entonces” 7 era leído, una vez más, como un punto distante, imposible de alcanzar: un momento en el futuro incógnito y escabroso en el que, al igual que en el pasado legendario, un pasado en el que aun se conversaba cara a cara con Dios, el hombre recuperaría su posibilidad de redención. Ese “entonces” es un ejemplo de la mirada de la Europa medieval, y por qué no de su herencia del Mediodía apostólico, posada sobre el outopos; el “no-lugar” convirtiéndose, cada vez más, en el lugar.

Algunos pueblos han tenido que normalizar, sino conjurar con verdaderas leyes, esa disposición a traer el cielo a la esfera familiar para mantener la conciencia enfocada en lo divino. Podemos ver un caso intermedio en el ejemplo hebreo, que ha requerido siempre de la Ley 8 para volver su mirada hacía la divinidad. El predominio de las cuestiones prácticas en un pueblo ha hecho muy difícil su relación con las deidades sin la intervención de objetos que las volvieran más terrenales, concretas. No es que lo sagrado se confunda con lo profano; tal vez lo que ocurra sea que uno y otro son hechos con la misma sustancia. La imagen esculpida viene a ser signo de algo que estos pueblos no pueden concebir y tratan de asir en el objeto material. No es casual, entonces, que las sociedades más civilizadas de la Antigüedad hayan sido idólatras: desarrollar la civilización requiere de atención por los asuntos mundanos, la organización, el Estado, la proyección; no hay lugar para la civilización en pueblos demasiado místicos o propensos a abstracciones. 
De este modo es posible delimitar entre una barbarie anterior a la civilización, caracterizada por la experiencia de la fe, tal como la del cristianismo casi nómada de las catacumbas y el desierto, por no mencionar a los germanos del bosque hiperbóreo; pero también entre una civilización que permanece un paso atrás, o al menos al costado, de la vida “en el otro plano”: una civilización que ha capturado la fe, no tiene otro remedio que sacarla de su medio original, traerla al mundo, volverla experiencia terrena, volverla, en otras palabras, religión. Las imágenes domestican al dios, lo aíslan de su realidad divina para volverlo apropiable. En la Edad Media el fantasma era la principal experiencia del alma9, sobre esto se apoya la relación entre el idólatra y el iconoclasta.
El incremento de las alegorías, a finales del largo periodo, produjo una oquedad infranqueable en el significado de las imágenes. “El símbolo sólo conserva su valor efectivo mientras dura el carácter sagrado de las cosas que hace sensibles. Tan pronto como desciende de la pura esfera religiosa a la esfera exclusivamente moral, degenera, sin esperanza de remedio”.10 El idólatra pierde su ventaja ante el acidioso en el momento en que la puerta al otro lado, que tenía en la imagen, se cierra. La puerta se convierte en puerta a ningún lado y la adoración de la imagen pasa a ser la adoración a la puerta.
Las imágenes del cristianismo habían sido influidas por la iconografía etrusca, previamente filtradas y atravesadas por la cultura latina, repleta de dioses con cuernos y colmillos y, de algún modo, repleta de facilidades visuales para una cultura como la que seguiría a la Edad Media. Con el vaciamiento de referencia y el olvido aparecen las primeras formas de profanación de la imagen: el uso muy común de figuras infernales para asustar niños en la era posterior, una caída abrupta a la esfera moral.
El paradigma del hombre azorado ante un misterio que se hace presente parece tener, en la Edad Medía, la vuelta de tuerca que le daría al hombre moderno la ocasión de extender su perplejidad hacía asuntos que estaban lejos de ser misterios.



1 Agamben, Giorgio. “Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental”, Pre-textos, Valencia, 2001. p 12
2 Kierkegaard, Sören. "Obras y papeles de Kierkegaard", Guadarrama, Madrid, 1961-1965.
3 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 320.
4 Op cit. P. 320
5 “Simbolismo sólo proyectado sobre la superficie de la imaginación, la expresión deliberada de un símbolo es, por ende, su agotamiento, la traducción de un gesto de pasión en una correcta proposición gramatical” Goethe, citado por Huizinga. Op. Cit.
6 Eliade, Mircea. “Lo sagrado y lo profano”, Editorial Labor, Barcelona, 1988: “El acto de manifestación de lo sagrado. Solo implica que algo sagrado se nos muestra”.
7 1 Corintios 13: “pero entonces conoceré como fui conocido”
8 Exodo 20: 4. “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que este arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.”
9 Agamben, Giorgio. Op. Cit. P. 139.
10 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 325.


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viernes, 18 de marzo de 2016

La herencia meridional o un vistazo aproximado a la utopía occidental


“Tarde llegamos, amigo, y ¡tan tarde!
Cierto que viven los Dioses.
Sí, sobre nuestras cabezas, allá arriba
En otro mundo, en acción eterna;
Y en apariencia, despreocupados de si vivimos:
¡Que tanto cuidado ponen los Celestes en no herirnos! “


Friedrich Hölderlin


“Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando fui hombre, deje lo que era de niño. Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.”

1 Corintios 13: 9-12

El flagelo aletargador de Empusa parece haberse extendido por un Mediodía mucho más vasto que el de la tradición medieval, en el que el demonio quebrantahuesos se enseñoreaba de la hora en la que el sol se erguía en el horizonte. No ha sido casual que pueblos tan alejados del Mediterráneo, como los germanos o los indios nunca lo hayan visto sobrevolar o apenas lo hayan visto a lo lejos, atravesando el apartado Meridiano de otros pueblos. Tácito elogiaba a uno de estos pueblos que, sin construir imágenes y templos, reverenciaban a sus dioses en lo apartado de los bosques. Tal vez Tácito, ya hubiera percibido entonces, mucho antes que Paul Virilio, esa tendencia del Mediodía de Europa a moverse como si no tuviera materia sino sólo direcciones: el rostro del determinismo occidental. La observación de Gibbon de que los nórdicos difícilmente edificaran templos e ídolos cuando apenas construían chozas puede ser tomada como una discreción por parte de este erudito autor1: la civilización, por supuesto, exige una gran diligencia en los asuntos prácticos, el impulso del procedimiento, para someter los designios naturales al favor de los programas de expansión; no hay lugar dentro de la civilización para ese furor salvaje que es la fe, eso se lo deja a los bosques y al desierto; toda fe que es capturada por una civilización se convierte sin remedio en religión. No es fortuito, entonces, que los antiguos germanos, dado su escaso adelanto técnico, no hayan podido evitar ser más “idealistas”. Roma, de algún modo, necesitaba domesticar a sus dioses, civilizarlos, para que no alteraran su visión práctica del mundo y, sobre todo, la linealidad teleológica de su cartografía, la vida en la proyección, el outopos occidental.
¿Dice algo esta propensión de Roma acerca de su idolatría? La nostalgia de una vida más bella, tal como lo expresa Huizinga, que apareció en la Edad Media, y luego volvió a aparecer durante la Ilustración, se presenta como el camino hacia una meta remota. Ambos casos, el de Roma y el de la Edad Media, se definen por su mirada sobre metas lejanas. Huizinga describe tres caminos hacia esas metas2: el primero es la negación del mundo, muy extendida en la Edad Media, manifestada a través de la esperanza de una vida mejor en el más allá, aunque también en la figura del monje acidioso que parece representar el ánimo de todo el medioevo. El segundo camino es el del mejoramiento del mundo, apenas conocido en la época; el tercero: la vida en la fantasía, una fuga hacía tiempos o lugares más bellos, también percibida en la acidia monástica. Roma, tal vez más emprendedora y mucho menos proclive a la fantasía, se encargó de todo el Mediterráneo, como observa Virilio, tomó autoridad sobre él antes de conquistarlo3. Es el paradigma de la idealidad de la construcción sobre territorios: dado su no-lugar, el determinismo de la civilización occidental siempre se está dirigiendo a otro lugar.
Alejandro Magno describía elogiosamente un hecho que lo asombró durante su campaña a Oriente. Se refería a que, mientras su ejército luchaba en los campos de la India, el campesino no dejaba de labrar: los soldados se batían a su alrededor sin que este se conmoviera. Es difícil imaginar que esto ocurriera entre los labriegos romanos, de quienes se dice que abandonaban los campos en cuanto Aníbal se aproximaba. La India, descripta por los soldados griegos, podría ser concebida como una gran heterotopía, a diferencia de la utopía latina, una heterotopía imborrable, permanente.4
Este ánimo prófugo, que vemos con más claridad en la Edad Media, pero que es posible rastrear, por lo menos, hasta la Antigüedad romana, nos muestra cierta correspondencia entre el letargo, la vida soñolienta, importunada de la primera y cierto momento de la segunda, en la que el enlace sería el catolicismo. Un catolicismo, vehículo en el tiempo del outopos, que no debe confundirse, de ninguna manera, con el cristianismo primitivo. Indagamos sobre ese catolicismo cuya reverencia a las imágenes se compuso a través de la conocida combinación con el paganismo romano, de hábito marcadamente idólatra y que llega a la Edad Media, donde encontramos exageradamente desarrollada la vida visual y el simbolismo: un ambiente en el que la confluencia de estos dos elementos resulta en una colección de imágenes, un atesoramiento de mundos mejores en la conciencia de la época encarnados en una multiplicidad de alegorías.


1 Tanto Tácito como Gibbon son citados por Borges en su obra critica
2 Huizinga, Johan. “El otoño de la edad media: Estudios sobre las formas de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los países bajos”, Revista de Occidente, Madrid, 1967.
3 Virilio, Paul. "La inseguridad del territorio”, La marca, Buenos Aires, 1999.
4 Oldenberg, Herman. “Buda: Su vida, su obra, su conocimiento”, Aticus, Buenos Aires, 1946. 



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El síndrome de Orgon

¿Qué es aquello que distingue al capitalismo? La vida en dos planos ¿no lo había dicho Marx? La vida en dos planos, es decir, en uno que pisamos y en otro que no vemos aunque esté frente a nuestra nariz. Pero el capitalismo no es la causa; es, como mucho, esa contingencia que hace falta para que una potencia se desarrolle, el golpe justo en el lugar adecuado. O es una consecuencia ¿de qué? del espíritu disociador, del espíritu que separa entre ficticio y real.
No llamaremos real a lo material, ni ficticio a lo imaginario. Una y otra cosa, como ya sabemos, pueden revestir materialidad.
El mal de nuestro tiempo -si es que ya puede hablarse de éste tiempo como "nuestro"- es una especie de esquizofrenia aguda. Pero no una esquizofrenia de los medios productivos, ni del sujeto respecto del objeto, ni de cada sujeto como individuo. Cada cosa está separada de si misma. Digámoslo del siguiente modo: todo, cada cosa por su lado, sujeto, objeto, sistema social, el Todo, la parte, cada cosa por su lado, sufre una división en, por lo menos, dos formas. De este modo, lo que vivenciamos como real no es nuestra experiencia, sino un hecho que no hemos producido pero que se presenta como interior a nosotros. Tener una vivencia no es tener una experiencia. Nuestro mal se llama, para mi, el síndrome de Orgon, el mal del que tiene todo frente a los ojos, pero ve otra cosa, como ese célebre personaje de Moliere.
Con un poco de esfuerzo, podríamos partir de la ampliamente aceptada tesis de la división del trabajo. El crecimiento de esta separaría al griego granjero del griego soldado; al preguntarse uno acerca de lo que sucede al interior del trabajo del otro, se vería en una encrucijada, podría intentar responder de dos maneras: usando la imaginación o creyendo lo que le dicen. El orden entre estas dos formas no es cronológico, sino lógico. El griego-granjero, tal vez, se responda a la pregunta sobre el contenido de la vida del griego-soldado imaginándolo a partir de la breve parte de la vida de este a la que tiene acceso, para posteriormente recibir una respuesta más compleja, más completa. El griego-granjero estará, entonces, separado de la realidad de la vida de su conciudadano soldado por un discurso.
Ese discurso, al cobrar forma publicitaria, podría decirse que se sintetizó: al mismo tiempo que informa de aquello que no ha visto, le dice a uno cómo debe imaginarlo. Esa es la forma contemporánea del mal de Orgon.
La disociación, la esquizofrenia, la alucinación, el culto a la pérdida, el fetichismo de la inexistencia, la vida inapropiable, sirven para mencionar lo mismo, para hablar del sistema de lo vacío, del relleno del vacío con vacío.

Dialéctica


La Historia tiene sus propios correctores. Tiene sus errores, sus faltas de congruencia, sus pequeños desencuentros consigo misma, pero cada tanto aparece algo o nace alguien para enmendar.
Yo, tal vez, hoy, después de quinientos años, haya venido al mundo para intervenir por las masacres de la colonización o para impedir la conflagración de la Roma de Nerón. Lo más probable es que haya venido a hacer las veces de antítesis: estoy aquí para ser superado, barrido del camino para arribar a resoluciones. Quizás jamás logré revelarle a Napoleón cuales fueron sus fallas en Waterloo, pero estoy seguro de poder abstenerme de morir en sus filas o en las rivales, o de ser él mismo.
Hemos venido a reparar las estupideces del pasado. Las viejas torpezas, las viejas e insoportables torpezas, deben ser sustituidas por nuevas y mejores. El presente es tan egoísta y arrogante que podría proclamar sus propios errores y sus mayores atrocidades como la solución, la reparación, la denuncia o la superación de los viejos