jueves, 18 de febrero de 2016

Posdata: Ecuador y Urquizo desde el punto de vista de un ignorante


Los incultos habitantes de las planicies sabemos de una comarca conocida como la Sierra del Ecuador y, aunque a veces esta denominación nos confunde, sabemos también que se trata de prodigiosas cimas que se pierden de vista entre las nubes que los vapores del Pacífico forman al encontrarse con los amazónicos. En el lecho de una enorme grieta de esta Sierra florece la elegante ciudad de Ambato. Podemos haber oído de esta gema de los Andes como antaño la nombraban sus nativos, la Colina de las Ranas, pero también como la ciudad cien veces devastada. Nosotros, en el llano, donde jamás se movió una hoja, tenemos una visión idílica del sismo y de las ciudades destruidas por terremotos: se nos presentan como ciudades legendarias, épicas, elegidas por alguna providencia; se nos alejan de los baldíos cementerios en los que realmente se convierten. Tal vez por eso, los lugares destruidos por cataclismos, los lugares destruidos en general, nos alcanzan con un encanto de leyenda, siempre y cuando la distancia y el abrupto enterramiento no nos priven de la referencia. Este es el caso de la fabulosa Ambato, que creemos situada entre las montañas del Ecuador: la cuna de los terremotos que fue también, al año siguiente de su sacudida más memorable, la cuna del pintor Francisco Urquizo; o eso creemos aquí, en la planicie. No tenemos prueba de lo contrario. Sus pinturas son evidencia suficiente de que este hombre pasó por la Tierra. No obstante, es difícil probar que haya estado siquiera de visita en Ecuador, dada su airosa fuga de los fáciles localismos y de cierto realismo mágico, tan cómodamente cultivable en lugares como la temblorosa Ambato.
Sin embargo, no sólo se trata de un ecuatoriano consumado, perfectamente pulido y retocado hasta el último trazo, sino sobre todo de un ambateño; un ambateño de familia hispana y católica; ecuatoriano, ambateño, de familia hispana y católica, es decir, absoluta e inapelablemente ecuatoriano. Un ambateño, ecuatoriano, en quien se vieron combinadas la tertulia con obispos de su infancia y las visitas a sospechosos librepensadores. El mismo Urquizo admite que su existencia se conjeturó tras el temblor de 1949, cuando sus padres se vieron obligados a acampar en las afueras.
Guayaquil nunca habría sido el destino deseado de la familia Urquizo, menos en la época en la que se deslizaron hacía allí. Francisco Urquizo siempre planeó remediar este destino: regresar a la Sierra, a Quito, a Ambato o a dónde quiera que el viento andino lo llevara, lejos de la aparatosa Guayaquil, todo por la dulce hipótesis de que era sobre el pináculo de los Andes donde germinaba la vida artística. Pero cada intento de subir hacia Quito lo devolvía rodando a Guayaquil.
Sería una insolencia imperdonable decir que Quito o Ambato están fundadas en la inclinación de un gran embudo y no en la pendiente de majestuosas cúspides. Sin embargo, Guayaquil es como el vortex de Ecuador. He estado observando la forma que tiene esa extraña ensenada, la entrada al puerto: es como el Río de la Plata, pero salado. Ecuador podría ser un fatídico embudo cuyo vertedero, Guayaquil, recibe a todos los cuerpos que, en frustrada escalada, son enviados de regreso desde el País de Jauja de las montañas.
La gente en Ambato es mucho más culta, asegura Urquizo, mucho más que en el resto del país: un jardinero sabe perfectamente cómo criticar una escultura en un museo sin quedar como tonto, lo que no ocurre en Guayaquil, ni siquiera en Quito. Las recientes erupciones del Tungurahua se convirtieron en la oportunidad de contemplar el desastre natural sin temer la inminente devastación. Los habitantes salían a los balcones o formaban caravanas para presenciar las explosiones y las corrientes de lava, mientras los demás pueblos de las laderas corrían a buscar refugio. Ambato parece, a simple vista, una dichosa alteración dentro del Ecuador que suponemos haber visto: una ciudad que vive lentamente, menos acostumbrada a los peligros de las ciudades más pobladas, en tranquilo contraste con la viveza criolla del Guayaquil costero, de la agresividad del Manabí y del quién sabe qué de la Amazonía.
Pero, entonces ¿Qué hay en Ambato que no le permite ser una ciudad propiamente ecuatoriana? Al menos en los países que han pasado por la contingencia de tener un pasado de colonia hispana, se repite el mismo modelo: una ciudad central, vertedero del embudo, sede de la viveza criolla, de la especulación mercantil y del temor a perecer en una esquina defendiendo la billetera, y un interior inocente, sospechosamente roussoniano, donde la palabra del vecino vale más que una póliza, donde hay perspectivas de longevidad y la gente es cordial. Esa es Ambato, según la leyenda, y es cualquier otra ciudad del interior de Sudamérica. De modo que estoy obligado a inventar algo, algo que se le pueda ocurrir sólo a un forastero, a un verdadero ignorante, no sólo de lo que es Ambato y de lo que es Ecuador, sino aún de lo que es una montaña o un terremoto.
Dos elementos, Urquizo y Ambato, que un ignaro habitante del llano jamás podría concebir del todo. No importa cuánto haya entendido yo a Urquizo. Lo importante es que puedo hacer como si no lo entendiera y, así, entenderlo mejor, es decir, no entendiéndolo. No comprenderlo, luego de haberlo comprendido, es apenas cuestión de romper la regla mediante la cual uno lo comprendió, una regla que uno ya conocía bien: artificio.

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