domingo, 14 de febrero de 2016

Los planetas vigilantes: Reseña sobre la serie “El Tarot, Los Arcanos Mayores” de Francisco Urquizo Cuesta

“Here is Belladonna, The Lady of the Rocks, The lady of situations.
Here is the man with three staves, and here the Wheel,
And here is the one-eyed merchant, and this card,
Which is blank, is something he carries on his back,
Which I am forbidden to see. I do not find
The Hanged Man. Fear death by water.”

Thomas Stearn Eliot –The Wasted Land.1

 
Devenir máquina, devenir mineral, devenir hombre cavernario, devenir y no recordar; devenir, no representar máquina, mineral o cavernario, es la propuesta que Francisco Urquizo Cuesta -quién ha recreado con admirable éxito la perplejidad del hombre arcaico- nos hace en la serie que titula “Tarot” pero que es más bien una objeción al antiguo Tarot. Devenir cíclope, devenir menhires, devenir girasol: no recordar que alguna vez lo fuimos, ni que pudimos haberlo sido: serlo ahora. No recordar sino, en todo caso, devenir recuerdo.
Un hombre, solitario, en el frío desierto nocturno, cansado y hambriento y, tal vez, hasta privado de conciencia de su existencia anterior, quiere saber si su obra ha sido apropiadamente lograda, obra que es materia granítica aun blanda que amenaza con la futura e irremediable solidez ¿Quién puede juzgar la bien acabada obra de un hombre aislado, despojado de juicio y de criterio? Su obra es algo que no puede contemplar, la penumbra nocturna se la veda a sus ojos carnales, nadie puede verla, por su insalvable retiro, y en medio de esa soledad escucha un frío rechinar: son los planetas que se mueven sobre su cabeza, que crujen como si se acomodaran en los rellanos del Cielo para enterarse mejor de lo que sobreviene allí abajo, en el llano inhóspito. Entonces parece tener una reminiscencia inaugural, un recuerdo impreciso, una primera confusión.
Es posible que haya cierta reminiscencia megalítica en estas pinturas, el eco de un pasado tan remoto que invita a no ser evocado -como si las hubiera pintado alguien que volvió a su pasado cavernícola: instantes del mundo en que la rudeza y la incertidumbre se conjugaban para que el hombre, privado de la gracia del artificio, se esforzara por vislumbrar el destino en los objetos más toscos, en la roca desnuda, en el agua, en el huevo roto del pájaro o del reptil debilitado, en la crin enredada en el abrojo, en el fémur seco partido al pie del peñasco, en la nube negra, en el vendaval.



En el tarot pintado por Urquizo ya no hay futuro que encarnar, porque aclara que todo está hecho de lo mismo, todo está ligado como las raicillas subterráneas que se extienden sobre vastas superficies y que no importa cuánto se expandan, siempre un filamento unirá la fibra más remota con la primera. Como Proust, que no recuerda Venecia sino que él mismo deviene recuerdo de Venecia, aclara que esa materia común caduca, entonces aparecen los dioses en lugar del Destino y los dioses ya no nos hablan del Destino sino de la Eternidad, en la que se torna insignificante esa masa profusa que da forma tanto al ave, al bosque, al mendigo o al rey. En el troglodita empuñando un puntiagudo hueso habitaba el germen del Urquizo Cuesta de hoy, dormía la potencia de su obra; apenas bastó una providencial contingencia, un encuentro fortuito en ese rizoma en el que ambos residían, para que el cavernario pudiera idear, en Urquizo, la pintura de Urquizo.
El chirriar de los astros, de sus secretos engranajes, en el silencio nocturno se vuelve cada vez más audible y pavoroso. Entonces, el hombre en el páramo, en ciega soledad, descubre que los dioses se declaran. Comienza a comprender su obra, lo que hizo con sus manos y la oscuridad le ocultó: los astros lo están examinando, lo juzgan desde lo elevadísimo. Él lo ha percibido; entonces, espantado, trata de perfeccionar su trabajo, a oscuras, para no ofenderlos con la imperfección, para hacerlo digno de ellos. Sin embargo, ese intento de perfeccionar la obra termina como una expresión de su afán por el futuro, sin darse cuenta de que para los dioses tal afán es un pecado.
Por eso, en el Tarot, según el pincel de Urquizo, deja de haber arcanos; ya no hay secretos en el enigmático hombre colgado, sin su sonrisa alterada ni su travesaño de bastos. Ahora cuelga de la piedra, él mismo es piedra, él mismo es carro o emperador o diablo. En la serie de Urquizo Cuesta, el Destino, que el antiguo Tarot venía a descifrarle a la mirada temerosa del humano, cede ante la legitimidad de la entropía, del desorden primigenio. No hay destino, hay mutabilidad. No hay secretos sino caducidad. No hallaremos el futuro del hombre, sino vueltas a empezar, una interminable cadena de Samsara. El ermitaño se funde con el desierto, en la obra de Urquizo, así como el mago hace de su propia mano un prodigio mágico. Los arcanos se vuelven verdad, exactitud; lo que para nosotros son largos lapsos, épocas enteras, mundos enteros, galaxias, para los dioses vigilantes son apenas un parpadeo; lo que para nosotros es una gota de agua para los dioses es el Cosmos; lo que para nosotros es el recio Destino, abrazo de Muerte perpetua, para ellos es Eternidad.


1. Aquí está Belladonna, la Dama de las Rocas, La dama de los sinos.
Aquí está el hombre de los tres bastos, y luego la Rueda
Aquí el mercader tuerto, y esta carta en blanco
Es algo que lleva a cuestas
Y no puedo mirarlo. No encuentro
Al Colgado. Tema la muerte por agua.

Thomas Stearn Eliot –La Tierra Baldía.
Trad: José Luís Rivas


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