sábado, 19 de marzo de 2016

El símbolo, la alegoría y la caída al vacío

¡Con qué fidelidad ha atrapado su imagen, como un humilde esclavo que devotamente manifiesta su devoción, un esclavo para el que ella tiene un gran valor, aunque él no tenga ningún valor para ella! ¡Puede agarrarla, pero no abrazarla!

Sören Kierkegaard –Diario de un seductor. 



Ese extenso y nebuloso periodo que corre entre el declive del gran imperio de Mediodía y el surgimiento del Humanismo, podría representarse como una fastuosa catedral gótica, emblema durante esa época del paraíso en la tierra, pero sin su portal de entrada; lo mismo que dice Agamben cuando se refiere a que no es la salvación lo que falta en la Edad Media, sino el camino que conduce a ella. La figura del acidioso encuentra en la del idólatra medieval a su compañero de fuga o, lo que sería casi lo mismo, el complemento para encontrar en la adoración de imágenes el portal de la inmensa catedral vedada.
Tanto la actitud del monje acidioso como la reverencia por los dioses representados en figuras esculpidas, nos habla de eso que Agamben llama “la perversión de una voluntad que quiere el objeto, pero no la vía que conduce a él y desea y yerra a la vez el camino hacia el propio deseo”1; o de esa propensión, en la que insiste Huizinga, a construir mundos ideales como forma de huir hacia los confines. Si el ídolo es una puerta hacía ese otro mundo deseado, podría decirse que el idólatra tiene cierta ventaja sobre el fraile acidioso, que tal vez en la Edad Media confluyen en la misma persona. Pero, entonces, si esa ventaja existe verdaderamente, es necesario que el ídolo sea algo más allá de lo que es en lo inmediato, como dice Kierkegaard,2 que haga referencia a algo que él mismo no es.

Por esa razón, la idea de que lo que proliferó en la práctica católica medieval fue la idolatría, sería objetada por la extendida tradición que dice que el simbolismo fue el principal órgano del pensamiento medieval. Sin embargo, otras culturas que han venerado a sus deidades a través de imágenes tendrían la misma oportunidad de apelar a que no fueron idólatras sino simbolistas. Tal vez sea necesario mostrar la diferencia entre aquellos cultos que adoraban a la imagen como residencia del dios y aquellos que adoraban al dios del que la imagen sería la señal, sólo una representación inspiradora. A simple vista, lo que se desarrolló en la Edad Media fue lo segundo; así lo determinaría el Concilio de Trento. Sin embargo, no es difícil encontrar hábitos en los que ambas formas se reúnen; formas que, en algunas ocasiones, se inclinarán a usos heredados del viejo paganismo romano o de ritos regionales y, en otras, hasta se enredarán con prácticas que trascendieron a la lucha por propagarse, tan propia de ciertos saberes de la época, como la cábala o la alquimia.
No obstante, Huizinga observa el ánimo general de este periodo como propenso a un exceso de representaciones, un exceso que, según el autor, “habría sido simplemente una desatada fantasmagoría, si cada figura, si cada imagen no hubiese tenido más o menos su puesto en el sistema general del pensamiento simbólico”.3

El simbolismo, sin embargo, desde el punto de vista del pensamiento causal, se presenta como un cortocircuito espiritual. “El pensamiento no busca la unión de dos cosas, recorriendo las escondidas sinuosidades de su conexión causal, sino que la encuentra súbitamente, por medio de un salto, no como una unión de causa y efecto, sino como una unión de sentido y finalidad.”4
Ese salto del pensamiento que une las cosas según una finalidad, es el ritmo respiratorio de la época, el modo de reaccionar de su aliento vital ante la forma teleologica del movimiento en general. “Ahora vemos por espejo, oscuramente”, se especulaba en la Edad Media, en medio de los pavores de la peste y las guerras. Ninguna cosa seria podía extinguirse en su función inmediata, en su forma de manifestarse. Entonces “ver por espejo” no podía significar otra cosa que una condensación del pensamiento en la imagen que, como observa Goethe5, determinó a toda esa época. No es simplemente una multiplicación de las hierofanías, siguiendo la idea de Eliade6, lo que hace posible el exceso de representaciones; es la cristalización de un estado del ánimo, que se perpetúa en esa plasmación, y constituye el tránsito a la alegoría y, así, al vaciamiento de sentido de la imagen.
“Ahora vemos por espejo, oscuramente”, decían, citando la carta de san Pablo, no obstante, cuando agregaban “pero entonces veremos cara a cara”, ese “entonces” 7 era leído, una vez más, como un punto distante, imposible de alcanzar: un momento en el futuro incógnito y escabroso en el que, al igual que en el pasado legendario, un pasado en el que aun se conversaba cara a cara con Dios, el hombre recuperaría su posibilidad de redención. Ese “entonces” es un ejemplo de la mirada de la Europa medieval, y por qué no de su herencia del Mediodía apostólico, posada sobre el outopos; el “no-lugar” convirtiéndose, cada vez más, en el lugar.

Algunos pueblos han tenido que normalizar, sino conjurar con verdaderas leyes, esa disposición a traer el cielo a la esfera familiar para mantener la conciencia enfocada en lo divino. Podemos ver un caso intermedio en el ejemplo hebreo, que ha requerido siempre de la Ley 8 para volver su mirada hacía la divinidad. El predominio de las cuestiones prácticas en un pueblo ha hecho muy difícil su relación con las deidades sin la intervención de objetos que las volvieran más terrenales, concretas. No es que lo sagrado se confunda con lo profano; tal vez lo que ocurra sea que uno y otro son hechos con la misma sustancia. La imagen esculpida viene a ser signo de algo que estos pueblos no pueden concebir y tratan de asir en el objeto material. No es casual, entonces, que las sociedades más civilizadas de la Antigüedad hayan sido idólatras: desarrollar la civilización requiere de atención por los asuntos mundanos, la organización, el Estado, la proyección; no hay lugar para la civilización en pueblos demasiado místicos o propensos a abstracciones. 
De este modo es posible delimitar entre una barbarie anterior a la civilización, caracterizada por la experiencia de la fe, tal como la del cristianismo casi nómada de las catacumbas y el desierto, por no mencionar a los germanos del bosque hiperbóreo; pero también entre una civilización que permanece un paso atrás, o al menos al costado, de la vida “en el otro plano”: una civilización que ha capturado la fe, no tiene otro remedio que sacarla de su medio original, traerla al mundo, volverla experiencia terrena, volverla, en otras palabras, religión. Las imágenes domestican al dios, lo aíslan de su realidad divina para volverlo apropiable. En la Edad Media el fantasma era la principal experiencia del alma9, sobre esto se apoya la relación entre el idólatra y el iconoclasta.
El incremento de las alegorías, a finales del largo periodo, produjo una oquedad infranqueable en el significado de las imágenes. “El símbolo sólo conserva su valor efectivo mientras dura el carácter sagrado de las cosas que hace sensibles. Tan pronto como desciende de la pura esfera religiosa a la esfera exclusivamente moral, degenera, sin esperanza de remedio”.10 El idólatra pierde su ventaja ante el acidioso en el momento en que la puerta al otro lado, que tenía en la imagen, se cierra. La puerta se convierte en puerta a ningún lado y la adoración de la imagen pasa a ser la adoración a la puerta.
Las imágenes del cristianismo habían sido influidas por la iconografía etrusca, previamente filtradas y atravesadas por la cultura latina, repleta de dioses con cuernos y colmillos y, de algún modo, repleta de facilidades visuales para una cultura como la que seguiría a la Edad Media. Con el vaciamiento de referencia y el olvido aparecen las primeras formas de profanación de la imagen: el uso muy común de figuras infernales para asustar niños en la era posterior, una caída abrupta a la esfera moral.
El paradigma del hombre azorado ante un misterio que se hace presente parece tener, en la Edad Medía, la vuelta de tuerca que le daría al hombre moderno la ocasión de extender su perplejidad hacía asuntos que estaban lejos de ser misterios.



1 Agamben, Giorgio. “Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental”, Pre-textos, Valencia, 2001. p 12
2 Kierkegaard, Sören. "Obras y papeles de Kierkegaard", Guadarrama, Madrid, 1961-1965.
3 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 320.
4 Op cit. P. 320
5 “Simbolismo sólo proyectado sobre la superficie de la imaginación, la expresión deliberada de un símbolo es, por ende, su agotamiento, la traducción de un gesto de pasión en una correcta proposición gramatical” Goethe, citado por Huizinga. Op. Cit.
6 Eliade, Mircea. “Lo sagrado y lo profano”, Editorial Labor, Barcelona, 1988: “El acto de manifestación de lo sagrado. Solo implica que algo sagrado se nos muestra”.
7 1 Corintios 13: “pero entonces conoceré como fui conocido”
8 Exodo 20: 4. “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que este arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra.”
9 Agamben, Giorgio. Op. Cit. P. 139.
10 Huizinga, Johan. Op. Cit. P. 325.


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