sábado, 5 de marzo de 2016

Tierra del Fuego, tierra del náufrago







Durante el siglo XVI hubo navegantes españoles que aspiraron a la conquista de la isla con enorme frustración. No los frenó la obstinación feroz de esos pueblos pragmáticos y desnudos que eran los yámanas y los onas que, por otro lado, solían ser gente hospitalaria. Aunque con más dichosa bienvenida humana que la que tuviera Solís en el Plata, la tripulación de Alderete y Sarmiento de Gamboa, no fue muy bienvenida por el clima. Fueron las destemplanzas de la región, el frío, el viento, el oleaje, lo que frustró la empresa. Sin embargo, a falta de reseñas más exactas, me consiento imaginar que lo de las destemplanzas del clima es un eufemismo para decir que las naves terminaron hechas astilla en las rocas costeras. Aún así, parece que algunos exploradores se acercaron lo suficiente como para encontrar inspiración y darle nombre a esos litorales, que aun no se daban a conocer como los de una isla. Antes de hacerse añicos, algún marino portugués, holandés o español, divisó las columnas de humo y las hogueras diseminadas; algunas parecían flotar en el mar, otras salpicaban de luces la costa y entraban en la tierra a través del velo de bruma del alba. Un entorno sugerente para darle nombre a una isla, en especial si uno no tiene otra cosa que hacer que naufragar y naufragar. “La tierra del fuego”, musitó alguien helándose aferrado a una tabla flotante en aguas magallánicas. Aunque todo indica que el dichoso bautista logró volver a salvo, al menos una vez, para hablar de las piras yámanas o de los fuegos mágicos que había visto en el fin del mundo. Esos fuegos mágicos eran la garantía de los nativos fueguinos, empeñados en apenas valerse de atuendo, de amparo del frío austral; ese fuego mágico y también una adaptación metabólica mágica que mantenía su calor corporal un grado encima de la de cualquiera de nosotros. Pero el fuego flotaba, según los marineros ¿cómo podía ser posible eso? O se trataba de un fuego maravilloso o los yámanas llevaban sus fogatas encendidas dentro de sus canoas de corteza de lenga, cuando salían en expediciones de pesca y cacería de focas.




Antes del siglo XX, todo en Tierra de Fuego era intentos de ocupación europea, estancieros nacionales cargándose a los nativos y la construcción de un faro allí o de un puerto para barcos antárticos allá. Los primeros turistas llegaron a principios del siglo XX, cuando los cruceros se ponían de moda en todo el mundo. También pasó a formar parte del itinerario de los buscadores de aventura, en especial los que entendían que el llamado Fin del Mundo, aun cuando su nombre dijera algo sobre el fuego, estaba en el sur del sur. En 1930, el Faro Les Eclaireurs, contempló calladamente cómo el gran crucero Monte Cervantes, interpretaba unos de los célebres naufragios de la época. Hoy, el lugar del naufragio es un punto en la órbita de una de las salidas al mar que ofrece el turismo local. Enseguida, la misma excursión pasa por la Estancia Remolino, donde el Buque Sarmiento, a medio hundir, tiene su tumba de agua desde 1912. Un relieve sumamente versátil y caprichoso, alrededor de una admirable bahía del Canal Beagle, ha dado lugar a una ciudad tan pintoresca como Ushuaia, donde viven cerca de 60.000 habitantes. El paisaje de la ciudad más sureña que existe corteja el perfil soberbio de los Andes, disponiendo los colores y los desniveles, hasta que estos caen, inesperadamente, al mar.


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