sábado, 5 de marzo de 2016

De la tierra de los juguetes




Tuve un profesor que una vez confesó que, al llegar por la noche a su departamento de soltero, entreabría cautelosamente la puerta y, sin prender la luz, susurraba “permiso”. Lo hacía, según explicaba, para que las cosas que habían salido de sus lugares durante su ausencia, tuvieran tiempo de regresar a ellos antes de que él entrara. De ese prudente modo, se aseguraba de que los tenedores y cuchillos que habían estado sobrevolando peligrosamente la casa se metieran en sus cajones originales, de que la aspiradora dejara de patinar por los pisos, de que los libros treparan hasta sus anaqueles abandonados. Así y todo, siempre encontraba algo fuera lugar; a algún objeto no le bastaba el tiempo que le daba para volver a su sitio. La prudencia de esta medida residía en no entrar en una guerra inútil, perdida de antemano, manteniéndose astutamente en paz con el millar de amenazas veladas tras una cosa cualquiera, fabricada por una empresa desconocida en algún país lejano, con quién sabe qué técnicas y qué materiales espeluznantes.



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